La ley del roce

 David Lastras

¿Nos presentaron o nos presentamos? Todavía recuerdo a tu abuela esperándonos en la puerta de la guardería. Bueno, de lo que fue la guardería. Nunca he visto tantos negocios, y de una forma tan rápida, irse al garete. Una tintorería, luego la farmacia, después la peluquería... Espero que la Boutique del Pan llegue a los dos años.

Siempre juntos. Siempre contándonos todo. Y con «todo» me refiero a que sólo tú sabes los escarceos que mi padre se trae con mi prima. Y sólo yo sé por qué de pronto cortasteis Manuel y tú. ¿O debería decir Manuela? Sin embargo, no sabes las bolas de papel que hay en el suelo. Y a decir verdad, yo tampoco. Me cuesta mucho contarte esto porque, irremediablemente, soy consciente de que nuestra amistad cambiará de color. Quizá tendrá incluso hasta un tono bonito, pero cambiará. Supongo que ya no subirás a mi despacho para irnos a tomar juntos el café. Al menos al principio. Y también supongo que el próximo sábado, si nos encontramos, me saludarás con dos besos. Y lo odiaré. Los saludos son como una barrera de infrarrojos. No la ves, pero ahí está.

Tú y yo nunca nos hemos saludado. Ni incluso después de los dos meses que pasamos en nuestros respectivos pueblos, por agosto. Y eso es así porque nuestra amistad va más allá de los saludos. Aunque, no sé, a lo mejor me equivoco.

Creo que la primera vez que sentí algo por ti cercano al amor fue durante el 4º curso de Derecho. Recuerdo que una noche soñé contigo. Estábamos en lo que se suponía era un bar. Tú no parabas de hablar muy deprisa. Como siempre. Estabas cabreada por algo y, más bien, parecía que hablabas contigo misma. De pronto te llamé. Y cuando me miraste te besé en la boca, despertándome en el acto. Pero todavía recuerdo, con asombrosa nitidez, la sensación de tus labios en los míos.

Aquel mediodía, cuando te vi en el campus de la universidad, por un instante, deseé abrazarte, besarte. Pero entonces me presentante a Noelia; y empezamos a salir al poco tiempo.

Durante el año que estuve con ella, de vez en cuando, pensé en ti. En aquel sueño que me hacía sentirme perdido y confuso. Luego, cuando cortamos y, sobre todo en el viaje a Praga por fin de carrera, la niebla que tenía en mi cerebro y mi corazón se disipó. Quedaba claro que ya sólo una mujer quería que ocupase mi órgano rojo. Y esa mujer eras tú, Sara.

Pero por ese entonces estabas saliendo con aquel músico... un tío muy fuerte. Rubén, creo que se llamaba. Y si ya me era difícil interponerme entre nuestra amistad, imagínate lo que era pensar en interponerme entre tu propia felicidad. Al poco tiempo, el músico se fue con su melodía a otra parte y entonces me dije: «Ahora».

Recuerdo durante unos meses despertarme con ilusión y diciendo: «¡Qué bonito día!», cuando en realidad ese invierno del 90 fue el más frío del siglo. Y sin contar que, aún siendo un señor abogado, trabajaba para aquel tirano de la hamburguesería, al lado de tu casa. Pero al final, desistí (si es que, recordando aquella época, intenté alguna vez mover ficha).

Porque esas miradas, esas sonrisas... Aquellas tardes en que me llamabas y nos íbamos los dos al cine, de copas o a cualquier otro sitio... Todo ello lo hacías porque yo era tu amigo. Tu gran amigo de toda la vida. Y porque eres una de esas personas que son muy simpáticas con todo el mundo. Demasiado, para mi gusto. Porque entonces no sabes, realmente, si esa sonrisa, ese acercamiento, es o no con un posible derecho a roces.

Entonces decidí alejarme un poco. Fue por esa época cuando conocí a Roberto y automáticamente nos hicimos amigos. Ya sabes, el primo de aquella amiga tuya tan alta... Él era (y es, lo sigo viendo de vez en cuando), un tío con muy buen rollo. Pero sus amigos... A mí, como a cualquiera, me gusta pillarme un chuzo, (acuérdate los pedos que nos cogíamos cuando teníamos 17 y 18 años). Pero ya entonces, con 23 años, las cosas habían cambiado. Sin embargo, dentro de aquel grupo de borrachos, estaba Olga. Y ambos nos distanciamos de aquel clan. Aquel año y medio con Olga fue realmente bueno. Me dio estabilidad sentimental y, cuando pensaba en ti, lo hacía de una forma diferente a la acostumbrada. Incluso me llegaba a preguntar, el porqué de ese enamoramiento. Y es que, aunque parezca lo contrario, tú no eres mi tipo de chica.

Pero, de repente, todo se derrumbó. Porque Olga decidió irse a África con un grupo de Médicos sin Fronteras. Decía que como médico que era debía de ayudar todo lo posible. Y allí hacía falta más médicos que aquí.

Durante un tiempo y, después de recuperarme de la marcha de Olga, me encontré bien. No quería saber nada de novias y demás palabras relacionadas. Y mucho menos, quería oír algo sobre mi personal comedura de coco. Además, parecía que aquel enamoramiento se había ido ya para siempre. Hasta que aquel jueves, durante el café, me enseñaste el anillo de compromiso con el que Carlos te había pedido matrimonio.

De repente toda aquella serenidad y objetividad del asunto perdió toda credibilidad. Y me di cuenta que me había estado engañado. Que todos estos años había estado enamorado de ti. Nada más que estaba enterrado. Y que, igual que no podía impedir que lloviera al día siguiente de lavar el coche, tampoco podía detener ese amor.

Durante estos quince días he estado recordando todas esas oportunidades, para decirte algo. «Pero ya es tarde», me decía una y otra vez. Y supongo que es así. Al principio te he dicho que siempre nos hemos contado todo. Y supongo que en «todo» también entra esto. Además, creo que no es conveniente que dejes una habitación de tu vida para entrar en otra, ya como la señora de Pascual, sin saber la única cosa, en 30 años, que te he ocultado.

Me estarás llamando gilipollas, o cabrón, por esperar hasta escasos 15 días antes de tu boda, pero, no sé, lo mejor es que, cuando recibas esta carta me llames, si quieres, y hablamos mucho más de todo esto.

Entonces, hasta que me llames, ¿no?

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento


Volver al índice del libro