Lo llevaba como cuando se lleva a veces el pan, el periódico, un pequeño paquete: en el sobaco. Me lo había encontrado, hacía un momento, esperando el semáforo, de camino a casa, al principio detrás de mí, pero cuando las luces estaban a punto de cambiar, se colocó a mi nivel y entonces fue cuando lo vi mejor, no sólo a él, sino al ramo de flores. A pesar de tener prisa por llegar a casa, hoy llegaba Juan después de una semana de ausencia, tuve tiempo de observarle. Estaría rondando los cuarenta años, el hombre, no el ramo, moreno, atractivo. Llevaba vaqueros y un niqui azul marino. Empezamos a avanzar al mismo tiempo, pero a causa de sus largos pasos llegó antes que yo a la otra acera. ¿Tendría prisa o tan sólo quería llegar el primero? Ya se sabe eso de la superioridad: él, hombre; yo, mujer; aunque creo que ni se había fijado en mí. «Machistas», protestaba yo en mi interior. Pero volviendo al tema del ramo, ¿cómo podía alguien llevar un ramo de flores de esa manera tan poco «fina»? Las flores parecían frescas, probablemente recién compradas, aunque como estuvieran mucho tiempo en esa posición me temía que no llegarían así a su destino. Estaban envueltas en papel celofán transparente, con una cinta ancha de color rojo. La parte de arriba del ramo estaba abierta para que las flores pudieran respirar, cosa que ahora dudaba que pudiesen hacer.
Una vez en ese punto, o sea, la otra acera, el hombre prosiguió su camino por la acera de la izquierda, y yo crucé a la acera de la derecha. El hombre no dejaba de mirar al frente y yo no dejaba de mirarle a él, a veces de reojo, a veces descaradamente, sin dejar de preguntarme a dónde iría con aquel ramo de flores llevado de esa manera tan antinatural. ¿Se puede imaginar uno a alguien entregándote un ramo de flores sacándoselo del sobaco? En verano puede que sudado, en invierno quizás agradecido de aquel calor humano, pero aún así ansioso de desembarazarse de esa cavidad, queriendo respirar, anhelando ser admirado en un jarrón espacioso y poder llegar a él con todo su esplendor y no marchito y asfixiado.
Si a mí me entregasen alguna vez un ramo de flores en esas condiciones creo que me desmayaría, pensaba. A todo esto seguíamos haciendo el camino juntos, pero separados. Él iba algo más rápido que yo, sus pasos seguían siendo largos, ¿tendría prisa por dejar las flores? Yo tenía que apresurarme para no quedarme rezagada, lo cual conseguía dando pequeños saltos para adelantar e ir a su nivel. No sé si él se daba cuenta o no de mi insistencia al mirarle o lo disimulaba, creyendo que me gustaba y se hacía el interesante. Ja, en qué error estaba si pensaba eso, aunque seguía convencida de que no estaba nada mal, no señor.
¿Y si fuera que las flores se las había comprado para él, y le diese vergüenza sentirse observado? ¡Un hombre con flores! No todos lo llevan con agrado, ni para ellos ni para nadie. Siempre hay los típicos que dicen: «Yo con esas bobadas, nada; que te lo lleven de la floristería». En más de una ocasión he oído ese comentario, y Juan me lo ha dicho alguna que otra vez cuando he hecho referencia a que podía tener el detalle de traerme flores, por ejemplo para mi cumpleaños. Respondía que nada de nada, que se encargaban en la floristería y que lo llevaban a casa, además sin recargo.
Puede que fuese a algún hospital de la zona. ¿Visitaría a su madre, mujer, o amante? Claro, sería eso, iría a visitar a su amante, y el llevar el ramo así era una forma de intentar ocultar su aventura. O tal vez fuera a su casa y quisiera llevar flores a su mujer, un hombre felizmente casado. A lo mejor su señora celebraba su cumpleaños, santo, o tal vez era su aniversario de bodas.¿Y si fuese a coger el coche o el autobús para ir al cementerio? También podría ser. O iría a recoger a alguien a la estación, o al aeropuerto.
Quizás era fotógrafo, o pintor, y necesitaba el ramo para alguna composición artística, alguna naturaleza muerta. Bueno, mientras no pusiera algún animal de caza muerto con la cabeza colgando del borde de la mesa y la escopeta al lado podría estar bien. Pero, a decir verdad, nunca me habían gustado esas composiciones.
Después de un buen rato haciendo el mismo camino paralelo, tuve que tomar la primera calle a mano derecha. Qué contrariedad, él seguía la calle adelante y pensé que nunca sabría a quién iba dirigido aquel bonito y a la vez aplastado ramos de rosas rojas, o donde acabaría. Mi último vistazo al hombre y al ramo fue cuando ya estaba en la entrada de mi portal. Saqué la llave del bolso, la introduje en la cerradura, abrí y entré en mi casi siempre oscuro vestíbulo. Otra vez la luz fundida. Menos mal que ya me conocía el camino al ascensor. ¡Vaya, no funciona! A tientas me dirigí a las escaleras. Seguramente ya estará Juan en casa, pensaba mientras subía peldaño a peldaño hasta mi piso, el 5º. Por fin, algo cansada, llegué a mi puerta, la C, abrí y vi que allí no había nadie. Mierda, no estaba, me había prometido que llegaría ese día. ¿Habría pasado algo? Miré el contestador. Ningún mensaje. Bueno, pensé, me tomaré un baño y me relajaré, quizás venga más tarde.
Al rato, y casi cuando me iba a meter en la bañera, llamaron al telefonillo. Fui corriendo. Será él, seguro, se le habrán olvidado las llaves, iba diciéndome en voz alta. Fui corriendo a contestar. «¿Quién es?», pregunté. «Cartero comercial», respondieron. Apreté el botón para abrirle por no apretarle a él la cabeza contra algún sitio. Iba de nuevo al baño cuando volvieron a llamar. Fui con idea de dar un grito al dichoso cartero comercial cuando me preguntaron: «¿Es usted Fulanita de Tal?» Respondí que sí. «Traigo un.... para usted». No entendí muy bien qué me dijo, pero aún así le abrí. Al mismo tiempo que abría mi puerta oí como el propietario de esa voz protestaba por la falta de luz y el no funcionamiento del ascensor. Al cabo de un par de minutos vi en el descansillo de mi piso, buscando la letra C, a aquel hombre con el cual acababa de compartir, paralelamente, unos minutos de mi vida, imaginándome varios desenlaces para el supuesto «aplastado» ramo. Y allí estaba ahora viniendo hacia mí con el ramo de flores en la mano. ¿Cuándo se lo habría sacado del sobaco? Llegó a mi puerta, se paró delante y me imagino que debido a la cara de sorpresa que puse, el hombre me miró atónito. Ninguno de los dos acertaba a decir palabra. Sin preguntar si yo era la persona a quien iba dirigido el «paseado» ramo, me lo entregó, y dándose media vuelta se fue. Cerré la puerta. Tengo que reconocer que las flores estaban en mejor estado de lo que yo hubiese imaginado nunca. Enseguida vi que el ramo tenía una nota. Estaba firmada por Juan. Se excusaba porque llegaría un poco más tarde de lo previsto. ¡Qué encanto!

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