Los encajes de los visillos no impedían que la luz pasase a través de ellos. A lo largo de los años habían visto amanecer y anochecer cientos de veces. Doña Lucía había hecho a ganchillo aquellos visillos cuando sus ojos aún tenían el brillo de su juventud. Después no había hecho más que algunos tapetes, a veces redondos otras alargados, para las mesas de sus sobrinas, que se los habían pedido por presunción. Pero visillos nunca más. Doña Lucía los hizo cuando aún estaba enamorada. Eran de fino hilo blanco, con formas alargadas de flores indeterminadas y pequeñas hojas entremezclándose. Los visillos fueron colocados en la salita por Pablo, don Pablo para los clientes, que a diario, durante años, atendió en la pequeña y única farmacia del pueblo. Unos clavos en la madera, en los extremos de la ventana, un alambre forrado que iba de clavo a clavo, cubriendo justamente el cristal de la ventana, bastaron para que los visillos sólo tapasen el cristal y no la madera. Quedaban fijos, sin volantes. A doña Lucía nunca le habían gustado los visillos con volantes, creía que los volantes le quitaban espacio y luz a las pequeñas habitaciones. Ella había heredado la casa de sus padres, de procedencia campesina. Su madre nunca había tenido visillos, sólo las contraventanas que hacían las veces de persianas y visillos. De día se abrían para que entrase la luz, de noche se cerraban para que no entrase la oscuridad.
Pero Pablo, don Pablo para los demás, había muerto antes de casarse, al poco de haber colgado los visillos en la salita que no utilizaron nunca. Sólo ellos guardaban la memoria de sus risas, llantos, ilusiones, besos escondidos, palabras, promesas.
Diariamente ella miraba los visillos y los visillos la miraban a ella, con su color amarillento y su hilo desgastado por tantas lavaduras, por tantos rayos de sol, por tantas lluvias caídas. Cada tarde sus flores indeterminadas de formas alargadas se difuminaban un poco más ante los cansados ojos de doña Lucía.

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