Las cenizas de Aurelio

 Arantxa Llorente


Navestilla no había vuelto a ser un pueblo tranquilo desde que murió Aurelio, y de eso hacía ya siete días. Robustiana, su viuda, y Aurelio Segundo, su hijo, no paraban de vociferar, incapaces de llegar a un acuerdo sobre qué hacer con las cenizas del finado. Los veinticinco vecinos del pueblo, veintisiete los fines de semana, cansados de no poder descansar de aquellos gritos, ni de día ni de nocbe, enviaron a don Jacinto, el cura, para que les advirtiera que, sintiéndolo mucbo, si en dos días no habían llegado a un acuerdo harían una votación, y los vecinos de Navestilla decidirían qué hacer con las cenizas de Aurelio.

Y eso fue lo que ocurrió. El sábado a las once de la mañana los veintisiete babitantes de Navestilla discutían acaloradamente en el bar de La Seitosa; los hombres dentro, las mujeres fuera. En una de las dos puertas fijas del bar se colocó Robustiana, más tiesa que un palo, con un cartel en la puerta de madera carcomida que rezaba: «Las cenizas de mi difunto marido han de ir al monte o al mar, que es lo que bace la gente de más saber en las películas». En la otra puerta fija se colocó Aurelio Segundo, encogido sobre sí mismo, con otro cartel que rezaba: «Tal como dijo mi difunto padre y todos oísteis el día de su cumpleaños, sus cenizas irán a parar al Barrio de Triana, donde nació. Me pidió que llegando a la primera tasca del Barrio de Triana, después de tomarme un fino a su salud, arrojara sus cenizas al váter para que al tirar de la cadena él se fuera con toda la mierda. Así se hará, aunque sea una guarrada, porque yo tengo palabra de hombre». Su madre, desde que leyó el letrero, no paraha de gritar: «¡Qué verguenza! ¡Qué vergüenza! ¡Mal hijo! ¡No le dejéis que nos mancille!»

A eso del mediodía, en la entrada del bar La Seitosa, don Jacinto, el cura, pidió que se callara todo el mundo. No veía bien que, dada la importancia del asunto, se votara sin más. Propuso que primero escuchara lo que tuvieran que decir la viuda y el hijo; y que él accedía encantado a que las cenizas se quedaran en la iglesia bajo la estatua de San Miguel, y así Aurelio podría descansar en paz de los demonios del alcohol, que tanto le tentaron en vida.

Apenas don Jacinto acabó de hablar, Robustiana puso un ejemplo de la película El gran pendón, en la que al final moría la protagonista por su mala cabeza y sus cenizas las repartía su bijo bastardo entre el monte y el mar. No negó que dijera su marido aquello del váter en su cumpleaños, pero según ella no había que hacer caso a todas las tonterías que dijo en vida, sobre todo después de salir de la taberna de La Seitosa. Don Jacinto mandó callar a sus feligreses para que hablara Aurelio Segundo. Los mozos del pueblo, que estaban de su parte, le gritaron desde el fondo que hablara más alto. Volvió a pedir el apoyo de sus vecinos: él no era quién para juzgar la voluntad de su padre, y si él había querido que sus cenizas fueran a parar al váter de una tasca bien sucia del barrio de Triana, pues eso, allí debían ir.

El señor cura volvió a hacer silencio y pidió que, para evitar confusiones, se colocaran formando filas en la puerta en la que estuviera la viuda o el hijo, según a quién le dieran la razón. Y mientras tanto él, como depositario de las cenizas del difunto, colocaría la cajita entre las dos puertas fijas para que el muerto estuviera presente. Le pidió por favor a sus feligreses que nadie entrara en la taberna hasta que no estuviera hecho el recuento, no ser que se llevaran por delante las cenizas de Aurelio y hubiera que lamentar otra desgracia.

Cuando vio las dos filas formadas, don Jacinto sólo pudo llevarse las manos a la cabeza. Doce a cada lado. Nadie había pensado que pudiera darse un empate. La Seitosa propuso que votara don Jacinto, y aunque éste negó repetidas veces, todos los habitantes de Navestilla estaban de acuerdo con ella. El revuelo iba creciendo tanto a su alrededor que, al verse incapaz de calmar a sus feligreses, el señor cura cogió la caja de madera con las cenizas del difunto y santiguándose dijo que se la llevaba a San Miguel.

Aurelio Segundo se abalanzó sobre él intentando quitarle la caja y acto seguido Robustiana se unió al forcejeo. Después, envueltos en aquel revuelo atronador, sería imposible precisar quién chilló a quién, quién golpeó a quién, y cómo fue que la caja salió disparada justo en el momento en que un viento imprevisto, con aroma de uva fermentada, barrió las calles de Navestilla.

El pueblo entero, incluso La Seitosa, que dejó el bar abierto de par en par, salió corriendo detrás de la caja que con cualquier tropiezo podía abrirse. Corrieron dos manzanas hasta que la caja se abrió, y todas las cenizas de Aurelio volaron igual que una hilacha de humo hasta el jardín más lujoso del pueblo. Todo Navestilla sabía que aquella era la casa de la que llamaban Zorra Lola, pero nadie dijo nada. Entendieron que a última hora el muerto hubiese preferido la casa de la puta al váter de una tasca sucia del Barrio de Triana. El cura exclamó jubiloso que aquel que yacía en el jardín era un hombre santo, porque pudiendo morar en la iglesia había elegido la casa de aquella mala mujer para expiar sus malos pasos. Los veintisiete habitantes de Navestilla se fueron derechos a la iglesia, y en la misa de una le dieron las gracias al difunto Aurelio por su ejemplar sacrificio.

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