A Cecilia
A mi padre
I. El retrato
Lo encontré en el desván dentro de un baúl lleno de trastos. Al principio no caí en él. Oculto en el cajón, su figura alargada se confundía con las tablas del fondo. De repente, al remover unos papeles amarillentos, lo vi. Era un retrato viejo, no muy grande, con el marco carcomido por los bordes.
Al cogerlo, mis dedos se mancharon de un polvo grisáceo. Aunque parecía una fotografía, el cristal en penumbra no me dejó ver nada; parecía como si las imágenes guardadas en su interior estuvieran durmiendo detrás de una cortina. Para despertarlas, acerqué el retrato al chorro de luz que bajaba del techo. Luego cogí un trapo y limpié con esmero la superficie. Me costó varias pasadas, pero poco a poco se pudo ver una imagen de un señor mayor vestido de oscuro y dos niñas vestidas de primera comunión impecablemente blancas.
El hombre, de pie entre las niñas, parecía por la estatura el abuelo Úrsulo. La niña que sonreía a la derecha era, sin duda, mi madre. Todavía se ríe igual. La niña de la izquierda, en cambio, no sabía quién era. Parecía un poco más pequeña y al lado del corazón tenía un pequeño agujero, como hecho por una aguja de coser o una polilla. Quizá fuera una prima lejana de mi madre o alguna vecina. Sus ojos negros, sin embargo, me causaron una fuerte impresión. Sin querer, me recordaron un poco a los de Elena.
Al terminar de hacer la limpieza en el desván, bajé al salón con la fotografía y algunos otros trastos viejos que había decidido rescatar del olvido. Mi madre se encontraba sentada junto a la chimenea, mirando distraída por la ventana.
Cuando le hablé de lo que había encontrado y le acerqué el retrato, no mostró ningún entusiasmo. Todo lo contrario. Cogió el retrato entre los dedos y siguió en silencio. Para mí transcurrieron tan sólo unos segundos, pero para ella, seguramente, muchos años. De pronto, cuando estaba a punto de irme, despertó de su letargo. Parecía agotada, sin ganas de dar muchas explicaciones. Sin embargo, poco a poco, se puso a hablar del pasado y del viejo retrato.
Al parecer, todo comenzó un mes de mayo, cuando el abuelo Úrsulo quiso encargar una fotografía para la comunión de las niñas. La abuela Juana, siempre más pendiente del dinero que de los recuerdos, se negaba a hacerla. Las dos pesetas que costaba el retrato le parecía un gasto excesivo para aquella época de estrecheces. Al final, tras muchas discusiones, el abuelo se salió con la suya. Por eso, antes de ir todos a la iglesia, un fotógrafo expresamente venido de Madrid se pasó por casa para retratar a la familia. Mi abuela, todavía enfadada, no quiso salir.
Tras una breve negociación, se eligió el salón para hacer el retrato. El fotógrafo colocó a mi abuelo entre las niñas de blanco y les pidió que sonrieran. Mi madre lo hizo con ganas, pero la niña de la izquierda no pudo o no quiso. Quizá ya estaba enferma, pero nadie en ese momento se dio cuenta.
A los pocos días de la comunión llegó la fotografía en un sobre lacrado. El abuelo se lavó las manos y abrió el sobre muy despacio. Al contemplar la fotografía, se quedó deslumbrado. Se puso tan contento, que esa misma tarde compró un bonito marco de madera y la colgó encima de la chimenea.
Pero nada más comenzar el mes de julio, cuando nadie se lo esperaba, la niña pequeña murió mientras dormía. Al parecer le falló el corazón sin existir ningún motivo claro. Miste-riosamente, el mismo día de su muerte apareció el retrato de la pared con el corazón de la niña perforado. A todo el mundo le pareció cosa de brujería, pero nadie se atrevió a comentarlo en alto.
Luego, en el velatorio, todo el pueblo pasó por la casa y todo el pueblo lloró a la pequeña. El abuelo Úrsulo, mientras, se negaba a ver el cadáver y no dejaba de hablar a la fotografía como si la niña estuviera viva aún.
Después del entierro, al abuelo no se le quitó la manía de hablar con el retrato. La abuela, incapaz de presenciar más la escena, decidió esconder el cuadro. En un descuido, lo subió al desván y lo enterró al fondo de un baúl, tapado por unos periódicos. Cuando mi abuelo vio el hueco en la pared, pareció enloquecer aún más y se puso a buscar el retrato por todos los cajones y muebles de la casa. Pero no lo encontró. Agotado, dejó de buscar y se desplomó en un sillón.
Desde ese momento, se vivió en la casa en un simulacro, como si el retrato nunca hubiera sido hecho, ni la niña de la izquierda existido.
Tengo que reconocer que el relato de mi madre me intranquilizó. Creía saberlo todo sobre la familia, pero hasta esa mañana no fui consciente de la extraña existencia de mi tía. De esa tía que siempre será en la memoria de mi madre como una niña. Como mi hija Elena, que corretea ahora por el jardín ajena a la chica del retrato y a la que, en cambio, se parece tanto.
II. Esa madrugada
Esa madrugada de invierno, cuando mi mujer se levante de la cama en silencio, encontrará la habitación extrañamente en calma. Seguramente, explorará la penumbra y me encontrará tendido sobre el lecho, frío, amortajado entre las sábanas. Ella creerá que duermo, que sueño tal vez como otras veces con paisajes blancos, pero mi sueño esa vez será negro, denso, sin esperanza.
Desde la oscuridad de mi sueño, la oiré quitarse el camisón de seda y abandonarlo con lentitud sobre la colcha arrugada. El sonido me recordará al de un mirlo que se ha posado sobre una rama. Luego, escucharé el quejido del cinturón de su bata y un murmullo de telas pavorosas desplazándose por el cuarto. Antes de salir de la habitación, mi mujer me mirará con ternura, probablemente con cierta rutina en los ojos, como si todo estuviera en calma.
Ella no lo sabrá entonces, pero en ese instante mi corazón se volverá a quebrar, como si un hacha afilada lo hubiera partido por la mitad de nuevo.
Cuando a los pocos minutos mi mujer regrese a la habitación, yo seguiré desangrándome despacio, rojo, en silencio. Al principio ella me hablará con tranquilidad, pretenderá despertarme con voz amable, pero a pesar de su empeño no lo conseguirá. Poco a poco le invadirá un extraño presentimiento, que su mente de forma rotunda se negará a aceptar. Sin embargo, la duda y la rigidez del cuerpo la obligarán a acercar su mano hasta la frente y no tendrá más remedio que aceptar la realidad: la frialdad de la piel, la inexpresividad del rostro, la palidez casi naranja de los dedos
Ella no gritará entonces. Sorprendentemente, permanecerá durante unos instantes callada, intentando asumir el inesperado descubrimiento. Le costará reaccionar todavía algún tiempo.
De pronto, la calma de la habitación será alterada por un fuerte golpe de viento, que hará temblar con violencia toda la sala. Será mi alma, que con un seco puñetazo, se habrá querido despedir de su compañera antes de abandonarla para siempre.
Ella reconocerá mi despedida y, sólo entonces, comenzará a llorar.

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