A todos los que todavía se creen las historias que cuentan;
por lo que no han perdido la capacidad para escribirlas.
A Maribel le apretaba la sortija, y no dejaba de frotarse el sudor de las manos. La chaqueta de Borja ya no se alzaba arrogante y erguida. Mientras, Israel consultaba sin éxito si tenía mensajes en el teléfono móvil. Entre ellos se observaban con desconfianza. Su madre continuaba en aquella cama de hospital; y, a pesar de la mirada impaciente de sus vástagos, se resistía a morir.

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