Hora punta

 Esperanza Mallavibarrena

El 27 es uno de los autobuses más concurridos a estas horas de la mañana. Espero como siempre en la glorieta de Embajadores y por fin veo aparecer por la izquierda uno de ellos. Qué bien, aún puedo llegar a tiempo al trabajo... De repente, un chirrido desagradable anuncia que las puertas se abren. Luego la gente se agolpa y todos queremos subir los primeros. Oigo un zumbido a mi alrededor y aquello parece un enjambre que el conductor observa con cara de resignación. No empuje, señora, que todos queremos subir... empiezo a cabrearme y encima lunes, el peor día de la semana: como puedo, busco el abono transporte en el bolsillo de mi chaqueta y lo enseño al conductor que, para mí, es ya como de la familia. Veo sus ojeras, su expresión aburrida... ¿cómo estará este hombre cuando termine el turno? Una vez dentro, respiro en una nube de densos olores, la joven rubia de mi derecha lleva Eau de Rochas y el caballero de bigote de delante se ha pasado con su colonia añeja... ¡Uf! qué angustia, todos los días lo mismo. No cabe un alfiler. Por fin vamos entrando todos, las mujeres son las que más corren para conseguir un asiento libre, y en unos minutos el enorme autobús doble, como un gusano artificial, se va llenando. Noto en mi piel la presencia de los otros que me rozan al pasar, y que como yo, son víctimas de la clase social a la que pertenecen. Cómo sería decir por la mañana, «Bautista, traiga el Mercedes que nos vamos al centro»... O si no, coger tu coche y poder aparcarlo tranquilamente en una calle de Madrid sin que la grúa te dé un susto... Pero nosotros somos el pueblo, y el pueblo usa los transportes públicos como está mandao, porque son más baratos y además ha dicho el alcalde que así somos buenos ciudadanos y no contaminamos tanto... ¡Qué ilusión me hace a estas horas de la mañana ser bueno!... El aire del interior está enrarecido... ahora noto en mis pies un leve tirón porque por fin arrancamos. Pasen al fondo, por favor. Dejen libre el pasillo, grita el conductor como un autómata, pero la masa de gente casi no puede rebullirse y parecemos un elefante pesado que apenas se mueve. Siento cómo me aplastan y mi cara se pega a la barra de arriba; me digo, paciencia, paciencia... pero un niño pelirrojo me está clavando sin darse cuenta la punta de su carpeta en la espalda. La madre se percata y le dice que la quite. Es de agradecer y aprovecho para moverme un poco colocándome al fondo para ver si consigo mejorar de posición. Las primeras gotas de sudor van resbalando por la frente y veo de refilón la cabeza de Neptuno y un trozo de su fuente entre el rectángulo de cristales y aluminio de la ventanilla. No puedo casi moverme, el corazón me late cada vez más fuerte y mi estómago me recuerda que no está muy conforme con el café con leche del desayuno; sólo faltaba que... mejor ni pensarlo. Un frenazo y oigo decir por detrás...si es que no sabe conducir, qué bruto, nos querrá matar a todos... Y observo por el retrovisor la cara indiferente del conductor acostumbrado a las broncas cotidianas. Hoy llevo corbata y ahora noto que me aprieta demasiado. Encima me suda la mano y me da asco la barra con millones de gérmenes que me veo obligado a agarrar con fuerza si no quiero caerme. Veo pasar los árboles del paseo del Prado a toda prisa, aunque no puedo casi girarme porque es tanta la gente que me rodea que vamos como en un bloque. Si uno se mueve, todo el grupo lo nota y se descoloca inevitablemente... ¡Qué tía tan buena, qué pechos!... ¿Por qué siempre me tocan al lado las feas? Vaya suerte: oigo el ruido monótono del timbre de parada solicitada que machaconamente se mete en mi oído, hasta que por aburrimiento casi no lo percibo. Otros cuerpos me tocan, me rozan... me fastidia esta intimidad impuesta. Afuera se oye el estruendo del resto de madrileños que como nosotros, intentan atravesar la Castellana en la hora punta. Algún conductor desesperado se ha saltado un semáforo y una gorda con gafas alcanza el bordillo de un salto, porque un mensajero parecía perseguirla. Plaza de Colón, menos mal. Noto un poco de aire fresco al abrir las puertas, qué alivio. Otra vez empujando, la chica de delante lleva un chaquetón rojo con hombreras gigantes, me lo voy a tragar... Ahora se gira y me pone el bolso en la cadera, ¿qué llevará dentro? Parece una piedra. El caballero tan serio que llevo a mi izquierda, a pesar de su estupendo traje azul, huele a desinfectante... seguro que salió con prisas y no le dio tiempo a ducharse como es debido, o tal vez le abandonó el desodorante, como dicen en la tele... Con discreción, muevo la cabeza hacia el otro lado intentando librarme de su «perfume». Te digo que a mi cuñada le robaron el lunes pasado. Estaba allí, casi donde estás ahora, y ese famoso carterista, el muy sinvergüenza... Si es que no hay respeto por nada; esto, con Franco no pasaba, te lo digo yo, ya no hay miedo a la justicia. Mi mente trata de evadirse de las cuatro o cinco conversaciones que me veo obligado a escuchar. Oigo voces muy diferentes; tonos suaves, roncos, finos, estridentes... Hay tanta gente en el 27, menos mal que ya queda poco para Nuevos Ministerios, a ver si se baja mucha gente y me dejan en paz... No, no bajo en la próxima, pase. Este abuelo se cree que va solo en el autobús, qué pesado. Otra vez el chaquetón de la tía esta, y el maldito bolso; ahora se le abre, ¡lo que llevan las mujeres en los bolsos! Llegamos al Bernabeu, veo de refilón dos hombres que se insultan en la calle. Hay atasco. Sí, se han dado; ahora aparecerá la poli, pobre hombre, va a llegar tarde como yo. Me duele la mano de agarrar esta maldita barra, pero cualquiera la suelta, claro. Giro un poco la cabeza y por fin me parece ver a lo lejos la extraña silueta de las torres KIO. Tengo tantas ganas de llegar... Le digo que mi cuñada no se dio cuenta, no vio nada raro, y cuando llegó a la plaza de Castilla le habían robado el monedero, tenía una raja en el bolso... Sí, es un trayecto muy largo y a estas horas, el paraíso de los carteristas. Empieza a dolerme la cabeza, pruebo a cambiar de posición, pero sigo igual. A ver si se da prisa este hombre, coño, que no avanzamos... No pierdo de vista a una joven morena que va delante, aunque estoy muy lejos para poderla siquiera rozar; me recreo la vista con sus pechos, me la imagino en mis brazos, creo que me gusta. ¿Podrá alguien enamorarse en un autobús? Deberían poner policía en los autobuses y no tanta de paseo por la calle, que no hacen nada... le digo que a mi cuñada le robaron el lunes pasado... La señora se está poniendo pesadísima, qué rollo, ¿no tendrá con quién hablar en casa? Odio a la gente, me molesta todo, comprendo a ese carterista, a los sinvergüenzas... en estos momentos soy capaz de lo peor, no aguanto más. No, no me bajo en la próxima, no. Un golpe seco, otro frenazo. Me voy a tragar el dichoso chaquetón, ¿es que no se da cuenta que molesta? Veo el bolso abierto, está tan cerca, un monedero marrón está a mi alcance, y mi cabeza no piensa, mi mano se mueve como por instinto y coge el monedero. Lo guardo en mi bolsillo. No sé bien qué pasa, estoy aturdido. Ya está. La chica cierra el bolso y se mueve hacia la derecha. Me giro hacia la puerta. No pienso nada, sólo veo la masa de cabezas desesperadas por llegar a la Plaza de Castilla. Esto se acaba, parada final: los cuerpos se separan poco a poco. Se abren las puertas con otro chirrido y todo el mundo se agolpa hacia las escaleras. Qué ganas de bajarme, el enjambre se disuelve y voy recuperando mi individualidad perdida. Todavía no es demasiado tarde, mi jefe lo comprenderá. Ya en la acera dos hombres de gesto serio y con traje gris se me acercan con rapidez. La gente me mira de reojo y uno de ellos me suelta: Queda detenido, acompáñenos, y la señora de la cuñada sigue contando lo del carterista del 27.

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