Enferma de urgencia

 Dori Martínez Monroy

Me llamo Nuria, tengo 28 años y soy adicta a los hospitales. Siento una atracción enfermiza. Sobre todo por el olor. Esto aunque raro no es de extrañar. Nada más nacer pasé tres meses en una incubadora por ciertas deficiencias inmunológicas con las que vine al mundo. Aquella experiencia marcó mi vida. Cuando otros bebés olían el cuerpo de su madre, la ropita lavada con Vernel y la colonia Nenuco, mi pituitaria se habituaba a una mezcla de amoniaco, ropa desinfectada, medicamentos y virus, tan común en los hospitales. Mis inclinaciones se reafirmaron después en las miles de visitas y estancias que pasé durante los seis primeros años de mi vida para múltiples controles, pruebas y reconocimientos que me hicieron en esa época.

Lo que para otros niños era horror y llantos para mí era motivo de alegría. Esperaba las visitas al hospital como se esperan la paga del domingo o las vacaciones. Apuntaba en el calendario las fechas y me dirigía corriendo a la consulta del doctor Rodríguez en cuanto la enfermera me llamaba por mi nombre de pila. Las enfermeras y doctores que llevaban mi caso me saludaban cordiales, me gastaban bromas, tiraban de mis coletas, eran cariñosos conmigo y yo me sentía como en casa. Mejor que en mi casa. Mis padres, aunque desconcertados, parecían felices de esa disposición mía a abrir la boca, sacar la lengua, desnudarme, mirar a un lado, ahora al otro. Según ellos era mejor así, ya que tenía que pasar por todo eso. Cuando no iba al hospital pasaba mis ratos de ocio con mi juguete favorito: el maletín de enfermera de la señorita Pepis, que les pedí a los Reyes al cumplir cuatro años.

Cuando crecí las cosas se complicaron. Al principio mis amigas y amigos se reían, les hacia gracia, les parecía excéntrica, pero con el tiempo se cansaron. Eso sí, estaban encantados conmigo porque me ofrecía voluntaria a acompañarles cada vez que alguno de ellos iba al hospital o al ambulatorio. Les visitaba si enfermaban, pero fuera de esto decían que se aburrían conmigo, que no aguantaban mi conversación siempre llena de vendas, bisturíes y suturas. Por supuesto estudiaba enfermería y me apasionaba mi trabajo. Pero cuando les hablaba de las prácticas todo eran muecas de asco, fastidio y «mejor lo dejas para otro día, Nuri». Según ellos, lo mío era morbo, y ni siquiera los médicos sentían tanta fascinación por su trabajo. Así opinaba David, mi primer novio. Me dijo que mi conversación le deprimía. Que en realidad él era un hipocondríaco y que no podía más. Que pasaba porque mi habitación tuviera aquel color verde de quirófano, pero que el póster con la enfermera pidiendo silencio como en la consulta estaba causando estragos en su virilidad, y Dios sabe en qué más aspectos de su personalidad. No quería ni pensarlo, pero lo que era evidente es que ya no se excitaba conmigo. Sólo entrar en la habitación le producía ahogos. Me ofrecí a cambiar la decoración, pero me dijo que no, que si quería conservar su salud mental era mejor dejarlo.

Nos separamos.

Por indicación de una amiga acudí a un psicoanalista. Después de cinco sesiones me dijo que si bien mis inclinaciones eran ciertamente un poco exageradas, no entendía por qué iba a ser más recomendable un tratamiento en mi caso que, por ejemplo, en el caso de alguien a quien le guste el esquí o la escalada libre. Que todavía no sabía de nadie que hubiera llegado a la consulta diciendo: «Doctor, me gusta el esquí con pasión». Que él, en su caso, le habría dado la enhorabuena porque verdaderamente si algo falta en este mundo es pasión. Y que si a eso le añadimos el que para mí no era ningún problema, más bien al contrario, yo parecía feliz, pues lo dicho: que disfrutara de la vida, y que si mis amigos tenían algún problema que acudieran ellos a la consulta.

Aquello resultó definitivo. Pasé de ser el patito feo a tomar las riendas de mi vida. Me dije que a partir de ahora sería yo la que elegiría a mis amigos. Si a estos no les interesaba buscaría otros. Y si para eso tenía que ceñirme a los límites del hospital, mejor que mejor.

Esto fue fácil ya que después de las prácticas, y gracias a mi dedicación, conseguí plaza fija en el hospital. Contaba con gran simpatía entre los compañeros. Nunca me negaba a hacer una guardia. Me daba igual que fuera sábado, domingo o viernes por la noche. Siempre estaba dispuesta a suplir a quien me lo pidiera. Pasaba muchas horas en el hospital y era feliz.

Pero pronto me di cuenta de que las cosas eran muy distintas a como me las había imaginado. A la hora del desayuno o en la comida, cuando salía con alguna compañera, yo intentaba sacar algún tema relacionado con el trabajo. Pensaba que con ellas sería fácil, pero la mayoría prefería dedicar su tiempo libre a hablar de los líos entre algunas enfermeras y los médicos del hospital, antes que de material quirúrgico o de nuevos medicamentos.

Si yo sacaba a relucir los nuevos avances en la investigación del Sida, ellas enseguida me decían, «Ay, hija, Nuri, qué seria eres». Y volvían a su charla. «¿Sabéis que la nueva ya ha caído en las redes del Estévez?» «¿No me digas?»

Me decían que si yo no me cansaba nunca; y cuando les decía que no, me miraban fijamente sin saber qué decir.

En una de las guardias conocí a Carlos. Carlos era heavy. Llevaba el pelo sujeto con una coleta y tenía unos ojos negros enormes. El traje de celador le sentaba de miedo. Enseguida me enamoré de él. Nos encontrábamos entre horas, a la hora del café o en las comidas, y hacíamos el amor en los roperos entre la ropa recién lavada. En seis meses de relación coincidimos poco fuera del hospital. Casi siempre teníamos horarios cambiados, él de mañana y yo de tarde, o al revés. Buscába-mos excusas para quedarnos un rato más. Un par de veces fui con él a un concierto.

Un día me dijo que se marchaba. Que para él este trabajo era de paso, para juntar unas pelillas; y que se iba a tocar en un grupo, que era lo que siempre habia querido hacer. Que tenía que habérmelo dicho antes pero que no sabía cómo. Además, lo pasaba tan bien conmigo... «Porque lo hemos pasado genial, ¿eh, Nuria?», dijo. Yo tenía un nudo en la garganta. Me gustaba tanto su forma de llamarme «Nuria» con esa voz tan grave. Le dije que sí, que con él en el hospital lo había tenido todo. Y me eché a llorar. Me abrazó. Besó mis ojos y se marchó.

Esa misma noche le llamé a casa.

Lo dejé todo y me fui con él. Ahora soy la vocalista del grupo. Él es el batería. El nombre del grupo me lo dedicó Carlos: «Enfermos de urgencia».

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