Mira hija, ya sé que me queda poco, que lo que te diga ahora lo puedes tomar como un desvarío mío, total qué más me da, si estoy más con un pie en el otro lado que aquí. Pero hay algo importante que debes saber y que ha sido el secreto mejor guardado entre las mujeres de nuestra familia. Desde luego el de mi madre y el mío, y supongo que también el de mi abuela, ya que se quedó viuda muy pronto. Algún día tú también tendrás que hacerlo, ya te casarás y te darás cuenta. Con tu madre no he hablado nunca de estas cosas; no hemos podido, siempre le gustó llevarme la contraria. Ha sido una oveja negra que nunca me hizo caso, ni a su abuela que tanto la quería. Pero allá ella, no me habla desde hace años y ni ahora, que estoy muriéndome, ha venido a verme. Además, ¿a quién mejor que a ti, a mi nieta, podría contárselo? Aunque no hayas venido a verme durante todos estos años y ahora te dejes caer por lo que te pueda tocar de lo que hay en esta casa. No es mucho, las cosas que he ido arrastrando por la vida y las que más me han agradecido todos los cuidados que he tenido con ellas. Ya ves, cosas, sólo cosas, manías de vieja. Todas tienen su valor, claro está, su importancia. Me he pasado la vida cuidando que no se estropearan o rompieran a lo tonto, las he limpiado el polvo, las he cambiado de sitio por la casa para que lucieran más. Y ya ves, aunque no sean gran cosa, ahí están, agradeciéndome los desvelos con ellas tanto tiempo. Mira los muebles: la cómoda de mi madre, tan reluciente como el primer día; las lámparas, como nuevas; las figuritas de cristal, esas que tú me has traído cuando te has acordado de tu abuela en alguno de esos sitios por donde has estado. Ahora yo me voy y todas estas cosas ahí se quedan, detrás, para que otros las disfruten y también para que me lo agradezcan. Porque, hija, las cosas siempre te agradecen lo que haces por ellas. Brillan, relucen, permanecen, yo creo que me hablan a veces, me dan las gracias de muchas formas. Y eso es lo más importante en la vida, ser agradecido, y no pensar que una se está matando a trabajar en la casa para nada. Tu abuelo, que ya habrá pagado su pecado, era un hombre bueno, de esos que no matan una mosca, así, de primeras, de los que nunca dicen nada. Todo el mundo lo sintió mucho y me decían cosas de esas como «pobrecillo, no se merecía haber sufrido tanto», o «con lo buena persona que era». Pero yo lo conocía bien, y te digo, era un desagradecido. Jamás en su vida se fijó en lo que yo trabajaba, en lo que hacía por él. Yo me he pasado la vida en casa, trajinando, que si la comida, que si la limpieza, que si por aquí o por allá. Tú sabes, o no, tú no tienes ni idea. Cuando te cases sabrás lo que es llevar una casa. Te pasas la vida trabajando para nada, nadie te lo agradece. Y yo no puedo con eso. Tu abuelo jamás me dio las gracias por los buenos platos de cocido que se comía o por tener las camisas bien planchaditas en el armario, o los zurcidos que llevaba en los pantalones, que ni se notaban de lo bien hechos. Y no hay cosa peor en la vida que no agradecer, como tu abuelo que, a pesar de mis cuidados, estaba cada vez más viejo, más arrugado. Ya sabes el refrán: «Quien bien agradece, recibe por dos». Por eso tuve que hacer lo que hice con tu abuelo. Para que supiera lo que es bueno, que de mí no se ríe nadie, porque yo tendré mis defectos y mis cosas buenas, ya sabes, soy una santa, pero cuando veo que me están tomando el pelo, nadie sabe cómo las gasto. Y por eso hice lo que hice, y se enteró, vaya si se enteró, el muy desagradecido, que se fastidie, mira tú, bien merecido lo tenía. Durante el tiempo que estuve probando venenos a ver cuál le iba mejor, no se dio cuenta de nada, claro está. Él se iba poniendo cada vez más amarillo, se le iban las fuerzas, pero era tan tragón que pensaba que con mis buenos platos de cocido todo se le curaría. ¡Hay que ver, qué tonto! Y yo venga poner polvos en la sopa. ¿Sabes al final lo que le mató? Pues una cosa muy sencilla; fíjate, las mujeres que están hasta el moño de un marido que no luce, lo fácil que lo tienen. Hay unos polvos blancos que yo siempre he utilizado para limpiar el váter, que si los disuelves en agua ni se notan y no saben a nada. Bueno, yo no los he probado, pero tu abuelo nunca dijo que la sopa le sabía mal, ni nada por el estilo. En cada cena le ponía una cucharadita bien colmada y, mano de santo, a la mañana siguiente estaba tan derrengado y tan amarillo que parecía un despojo. Y así, cucharada a cucharada fue recibiendo su merecido. Bien es verdad que el médico le dio unas pastillas para el cansancio, eran blancas como aspirinas y al tomárselas siempre las mezclaba con agua. Así que, muy pronto, en lugar de las pastillas, le preparaba un vaso con agua y una cucharadita de polvos para el váter. Y después su ración de sopa de cocido, con otra más. Yo creo que con tanto polvo limpiador debía tener el estómago como una patena, por lo menos se fue muy limpio al otro mundo. Y eso también me lo debe a mí. Pero lo peor fue cuando dejó de hablar, no decía ni esta boca es mía, él se lo tomaba todo, calladito, como si tal cosa. Se le fue el habla, pero podía haber hecho algo, que sé yo, porque mira que estuve con él hasta el final, no creas que le dejé por imposible. Él, que ni Pamplona, y yo, todas las noches una buena sopa de cocido. Mira, no me mires así, hija, ya sé que tú de estas cosas no entiendes, ya verás cuando te cases. Bien merecido se lo tenía. Mi madre, que en paz descanse, se pasó la vida quejándose de mi padre. Que si era un egoísta, que si un desagradecido, que si me paso el día como una mula trabajando. Al menos en el pueblo, allá donde vivían, había muchas hierbas. Y gracias a los buenos caldos de verduras que le hacía mi madre para cenar, mi padre también se fue al otro barrio, igual que tu abuelo, sin enterarse de nada. Mi madre vivió después tres años más, tan ricamente, aunque hasta el día en que murió no paraba de decir eso de que «el bien nacido siempre es bien agradecido». Yo nunca lo olvidé y espero que tú, a pesar de la cara de lela que se te ha puesto, aprendas la enseñanza y, cuando te llegue el momento, sepas lo que tienes que hacer. Gracias, hija, por estar aquí.

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