Papá, ¿la Luna está lejos?
Sí, está muy lejos.
¿Y es grande?
Es muy grande aunque desde la tierra, cuando hay luna llena, la veamos del tamaño de una moneda.
¿Y vive gente?
Algunas personas dicen que sí.
Yo quiero ir a la Luna, papá.
Eso es difícil, hija. Pero seguramente alguna vez será posible viajar a la Luna.
Alejandra pasaba entre sus dedos una cinta intentando hacer una cuna con ella. El padre le ayudaba.
Papá, ¿sábes qué le dijo a David su mamá cuando le fue a recoger al colegio?
No, dímelo tú.
Pues «Tú siempre estás en la Luna». ¿Por qué?
Eso se dice cuando uno no se entera de algo, o se le olvidan las cosas, que sería lo que le pasó a David.
Continuaron jugando con la cinta. El padre, Nacho, dedicaba mucho tiempo a jugar con su hija. Siempre decía que ella era el proyecto más ambicioso que tenía en la vida. Alejandra miró por la ventana y vio que el mar estaba tranquilo. Entonces le dijo a su padre:
Ahora cuando acabemos, podemos salir un poco.
Eso te iba a decir ahora contestó el padre.
¿Dónde vamos a ir el domingo? Podemos ir a las barcas, me lo prometiste.
Pero todavía hace un poco de frío.
Bueno, pues entonces al teatro, ¿vale?
Aaaha, bien dijo el padre, y Alejandra repitió:
Aaaha, bien. Eso es lo que dice mi profesora cuando no se entera de algo. Es que es inglesa.
El padre sonrió y pasó su mano sobre la cabeza de Alejandra.
Salieron a pasear y, cuando Alejandra se cansó, se sentaron en una de las terrazas del paseo marítimo. El padre pidió un café y ella un zumo. Dio unos pequeños sorbos y preguntó:
¿Papá, tú me darías la Luna?
Claro que sí, pero eso no esta a mi alcance. La Luna no es un globo, es un satélite grande. Además, si te la diera no podrían verla otros niños como tú.
Mira, ahí hay una telaraña gigante. ¿Para qué sirven las telarañas?
Las arañas las utilizan como red de caza y para tapizar sus refugios dijo el padre.
Yo he visto a mujeres con abrigos de telaraña.
¿Sí? Deben de pasar mucho frío.
De verdad te lo digo, papá, así muy ajustadito dijo Alejandra pasando sus manos sobre sus caderas.
Cuando acabaron sus bebidas, reiniciaron su paseo que esta vez acabó en la orilla del mar. Echaron carreras, se acercaban a la orilla y corrían hacia el malecón para que no les pillaran las olas. Estaba atardeciendo y ya se veía la silueta de la Luna que aquella noche sería llena. Se sentaron en la arena, el padre abrigó a Alejandra para contrarrestar la fresca brisa y miraron al cielo.
Papá, yo quiero ir a la Luna. Me da miedo, pero quiero ir a la Luna.
No, miedo no tiene por qué darte dijo el padre. Lo que ocurre es que hasta ahora sólo han ido los astronautas.
¿Y qué hay allí?
Nada. Mucha tierra, que se sepa, pero yo no lo sé.
Me gusta mirar a la Luna, pero no sonríe. Es un poco triste su cara, ¿verdad?
Depende cómo se mire, el lugar desde donde la observes, con quién estés... A mí ahora me parece bella.
Cuando sea mayor y ya vaya gente a la Luna, yo voy a ir también y plantaré un árbol para que luego crezcan más, y voy a invitar a mis amigos, porque como no hay casas, cabemos todos. Y podremos jugar mucho y correr... Oye, papá, pero ¿si me caigo de la Luna?
Yo me quedaré aquí abajo en la tierra para cogerte.
No, dime, ¿te puedes caer, o tiene barreras?
No, Alejandra, la Luna es como la tierra, redonda, pero no nos caemos.
¿Y tú me darías la Luna? dijo Alejandra.
Siguieron mirando la Luna y ya estaba esplendorosa, de color naranja fuerte, inmensa. El padre se incorporó, levantó sus brazos con las palmas de las manos hacia abajo, de modo que Alejandra vio la Luna pegada a las palmas de la mano de su padre. Se levantó también, estiró los brazos, pero ella con las palmas de las manos hacia arriba. La Luna quedó, como en una fotografía, entre los brazos de los dos.
¡Cógela bien, Alejandra, que no se te caiga!
Alejandra rió muy contenta. El padre sintió un ligero escalofrío. Volvió a mirar a su hija. La vio feliz. Su rostro reflejaba su belleza y luz. Quizás la de la Luna.

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