Nieves, a pesar de todo

 Sylvia Pérez

Qué a gusto se está así, en la cama, remoloneando al lado de mi Armando. Y es que cada día está más guapo; con las espaldas tan anchas y esos brazos tan musculosos. Y a pesar de tener este cuerpo, qué sensible es. Me parece mentira sentirme tan feliz, cuando hace tan sólo dos días era una pobre desgraciada.

A los 5 años deje de jugar a la pelota porque no me gustaba llevar las rodillas llenas de moratones. A los 7 años decidí que mi nombre no era Manolo, sino Nieves. Por aquel entonces Blancanieves era mi cuento preferido. A los 10 bajaba a los recados con la bata de guata de mi madre y unos zapatos de lunares que me encontré en el cubo de la basura. Y a los 13 me horrorizó tanto descubrir que jamás iba a tener la regla, que llevaba compresas manchadas de mercromina, para no ser menos que las chicas de mi clase. En este momento mis padres comprendieron que no era un chico normal. Me internaron en un colegio de curas que les había recomendado el párroco Miguel. Fue la época más feliz de mi vida, allí encerrada con tanto tío, tantos calcetines sudados y ese olor a macho que había en cada esquina. A los 18 años volví a casa. Mi madre casi se desmaya cuando me vio aparecer por la puerta. No le gustó nada mi peluca a lo afro ni mis pantalones de leopardo. ¡Qué mujer, siempre tan antigua y pendiente del «qué dirán»!

Esa misma noche les oí hablar sobre mí: que si esto no podía seguir así, que no podía vivir con ellos, que qué diría la gente en las reuniones de la parroquia y el mismísimo padre Miguel cuando se enteraran. Total, que resolvieron que era mucho más cristiano echar a su hijo de casa que admitir en sus reuniones que yo era un poquito amanerado. Al día siguiente, mi padre, el pobre hombre, con mucha resignación y muy buenas palabras (yo creo que mi padre también tiene alma de mujer, como yo), me sugirió la idea de hacer un viaje de ida y sin vuelta a Barcelona, a casa de mi tía Enriqueta, que era una mujer muy católica y disciplinada.

Al principio no supe reaccionar, pero durante todo el día estuve dándole vueltas y decidí ponerme en mi sitio y plantarles cara. Ni siquiera me dejaron hacer esto porque al volver de trabajar de la peluquería aquella tarde, ya tenía las maletas en la puerta y mi padre estaba esperándome en el Renault-6 verde para acompañarme a la estación de Chamartín a tomar el tren. Mi madre, la muy guarra, ni se despidió de mí. De camino a la estación mi padre intentó explicarme de nuevo por qué habían tomado esa decisión y, después de darle vueltas al asunto, me dijo que yo era más maricón que un palomo cojo y que Dios me perdonaría por haber salido así. «Joder», pensé, «no, si encima tendré yo la culpa de ser como soy». Desde luego, por quien en realidad sentía alejarme de allí era por Demetrio, el carnicero del barrio, que me tenía loquita.

Demetrio es un tío de esos que no tienen cuello y que en vez de dedos tiene morcillas de Burgos. Yo era siempre la que bajaba a comprar y dejaba que se me colaran todas las señoras para poder verle más tiempo. ¡Cómo manejaba el cuchillo y con qué facilidad deshuesaba las piernas de cordero! Él, conmigo, era bastante grosero, pero cuanto más grosero se ponía, más me gustaba. Todo esto estaba yo pensando cuando llegamos a la estación y, a toda prisa, nos despedimos en el andén. Antes de subirme al tren, y mientras le veía alejarse con la espalda encorvada y el rabo entre las piernas, como suele decirse, pensé que yo no iba a ser como él y acatar la voluntad de mi madre sin rechistar. Así que saqué la poca hombría que ya me quedaba y decidí quedarme en Madrid para empezar una nueva vida.

Alquilé un piso en la Gran Vía y me compré el Segunda Mano para buscar un nuevo trabajo, más acorde con mi personalidad. Al primer vistazo a las ofertas vi lo que estaba buscando: unos septillizos, que tenían un grupo musical llamado The Fucking Dwarfs, buscaban manager para concertar actuaciones. Sin dudarlo les llamé, y al día siguiente se presentaron los siete en mi piso. Tuve que conterme la risa cuando los vi. Todos tenían exactamente la misma cara, la misma gorra y la misma ropa. Y todos tenían la misma enorme y rechoncha nariz que, por algún extraño motivo, siempre estaba roja. La verdad es que parecían un poco retrasados, aunque tengo que decir que yo tampoco les resultaba muy normal, porque no paraban de mirarme con la boca abierta.

Uno de ellos, por fin, me explicó que antes tocaban en las fiestas de los pueblos, pero en una de las fiestas a las que fueron, cantaron un villancico que decía algo así como «La vida no me sonríe / me cago en la humanidad / hace un frío de cojones / va a llegar la Navidad», y un sin fin más de improperios. Los aldeanos se ofendieron, los echaron del pueblo a patadas, y no volvieron a saber nada más de su anterior manager.

Tuve un buen presentimiento, y sin decir nada más acepté, porque con mi gracia y desparpajo seguro que íbamos a llegar lejos. Aprovechándome de los contactos que había hecho en mis noches locas fuimos actuando de local en local. Al principio eran salas pequeñas, pero como cada vez venía mas gente a vernos decidimos dar el salto y actuar en las Ventas.

¡Qué éxito tuvimos! Parecía que las letras así, malsonantes, despertaban la adrenalina del público y se ponían como locos. Claro, después de este éxito las ventas del único disco que teníamos se dispararon y tuvimos que hacer deprisa y corriendo el segundo. No fue muy difícil, porque las violaciones, deformaciones genéticas y demás temas escabrosos, dan para mucho.

A mí esto no me gusta, pero es lo que vende. ¡Con lo que a mí me gusta Camilo Sexto y Rafaela Carra! En fin, gracias a estos chicos tenía mi armario cada vez mas lleno de lentejuelas y de boas de marabú y podía ahorrar mis duros para ponerme unas buenas tetas de silicona, y quitarme de una vez el pene este que me traía loca, con tanto sujertarlo a un cordoncito y atármelo a la cintura.

Un buen día nos invitaron al programa de Las Tardes con Ana y después de actuar mi grupo me hicieron una entrevista. ¡Cómo se reía el público conmigo! Sobre todo cuando Ana me preguntó cómo compaginaba mi vida de manager y de Drag-Queen; y yo le contesté que de Drag-Queen nada, que yo era un travestí como la copa de un pino, y además maricón perdido. Qué gran día aquel. El problema fue que todas las vecinas de mi madre me vieron y, lo peor, me reconocieron.

El Samur tuvo que ir dos veces a casa de mis padres: una por la lipotimia que le dio a mi madre cuando se enteró, y otra por la fractura de cráneo que le hizo mi madre a mi padre cuando le golpeó con el crucifijo, al llegar a casa. Ellos decidieron irse hasta que se pasara el revuelo a casa de mi abuela a Chinchilla, pero encargaron a Demetrio, mi primer amor, que me disuadiera de mi actitud.

Cuando le vi aparecer en mi oficina me dio un vuelco el corazón. Con su delantal verde a rayas negras manchado de sangre y ese olor a animal muerto y a sudor rancio de varios días. No había cambiado nada. ¡Qué hombre! Si hubiera tenido vagina, seguro que se me habían mojado las braguitas, a pesar de que seguía teniendo unos modales que dejaban mucho que desear.

—Que dicen tus padres que esto hay que arreglarlo —me dijo.

Como soy muy inocente pensé que yo también le gustaba a él y que mis padres habían apañado todo para buscarme una pareja estable, y así hacerme parecer un poco más normal. Mis sospechas se acrecentaron cuando vi que se estaba empezando a quitar el cinturón. «Qué impulsivo», pensé.

Ya me estaba relamiendo cuando el muy bruto empezó a atizarme con el cinturón. Lloré, supliqué y me arrastré a sus pies, pero en vez de apiadarse de mí, me debía ver como a uno de esos cerdos en el matadero, y cada vez que me pegaba con más fuerza. Pero lo que me remató fue el puñetazo en el ojo derecho porque le llamé impotente. ¡Qué susceptible! Todo se me puso negro y perdí el conocimiento.

Cuando desperté estaba en una cama del Hospital Clínico. Lo primero que vi fue a mis siete chicos con su misma expresión de siempre y mirándome como el que se ha fumado cuatro porros y no sabe ni dónde está. Una voz me preguntó qué tal estaba, y cuando me giré allí estaba él. Era como George Clooney en la serie de Urgencias, con su bata blanca y el estetoscopio colgándole. Y esas canas en las sienes, que le quedaban mejor que a Felipe González. El flechazo fue instantáneo. Se enamoro de mí, aun con el ojo morado y sin mi mejor peluca.

Y así fue como Armando y yo nos conocimos; incluso fue él quien me practicó la operación de cambio de sexo. Y ahora vivimos aquí, en un chalecito monísimo en las Rozas. A mis chicos tuve que mandarlos otra vez de pueblo en pueblo, porque con lo maciza que quedé después del cambio de sexo no paraban de tocarme el culo y las tetas.

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