I. Se acerca a mí despreocupadamente con sus andares a veces saltarines de niña pequeña y otras de languidez infinita, hoy saltarines de niña pequeña. Y a Ana no le gusta llevar sujetador y sus tetas diminutas, blandas y abiertas bailan para mí desde el fondo del pasillo. Me esfuerzo por mirar a otro lado. Si Ana notase mi interés por la dinámica de su cuerpo habría perdido una batalla aun antes de empezar la guerra. Ana se pone de puntillas y me da un beso rápido como si nada, y yo, como si todo, recuerdo mi futura guerra y recibo su beso haciendo también como si nada. Le pregunto qué tal, dice bien y punto. Hace tiempo que no me cuenta nada, nada que merezca la pena ser contado, nada que no sea «Pablo, ¿has comprado el periódico? Llamó tu madre. Buenas noches, Pablo». Como meterme bastoncillos de algodón por el oído, recreándome, sin intención de limpiar nada, o apoyar la cabeza en la ventanilla del autobús cuando vibra y sentir que el tímpano se me deshace por dentro, o pasar una tarde con Ana, ganando y perdiendo batallas de una guerra que cada día siento más cercana.
II. Me acerco a él. Segundos antes de oír la cerradura girando ya estaba forzando mi aire más desahogado, mis andares más espontáneos, mi beso más despreocupado. Le habría agarrado por el cuello y gritado en el oído «¡socorro!» hasta hacerle estallar el tímpano. Pero no; no es cuestión de dar ya la voz de alarma, ¿no? Eso sería el fin y la palabra fin da miedo. Uno no puede evitar mantener la esperanza hasta el último momento.
III. Hace ocho horas que salió de casa. Todas las mañanas desde que vivimos juntos son una sucesión de la primera, sólo que cada día que cierra la puerta yo me quedo más solo, preguntándome qué estoy haciendo con mi vida, qué está haciendo mi vida conmigo, o más bien, qué cojones estoy dejando que mi vida haga conmigo.
Me levanto de mala gana. Voy hasta la cocina y me sirvo un vaso de leche. Cuando estoy con Ana me tragaría un toro o a Ana de un bocado, pero cuando no está ella se me cierra el estómago y soy sólo capaz de beber un vaso de leche. Me gusta la leche porque es densa y opaca como la piel de sus pechos. Es como beberme un zumo de su piel más tersa. Y Ana a veces me sabe a leche. Me paseo por la casa como un sonámbulo con los ojos abiertos y con la apatía de un gato castrado. Me meto en la ducha con la esperanza de disolver aunque sólo sea un poquito de ella en el agua y acabo empapado hasta las uñas de su nombre. Si sólo yo pudiera calarla como a mí ella. Me estoy hundiendo en un mar de blanco cada día más frío y soy la única víctima de este naufragio.
IV. Hace ocho horas que salí de casa. De su casa. El autobús está hasta arriba. Una vieja me mira con cara amenazadora. Voy sentada y no me pienso levantar. Enfrente de mí va un chico leyendo un libro y muriéndose de risa. Miro de reojo pero no logro leer el título. Cada poquito suelta una carcajada. Me está contagiando. Me entran ganas de preguntarle qué libro está leyendo, pero no digo nada. Me acuerdo de Pablo. Pablo. Debe de estar esperándome en casa. En su casa. Se me clava como un hierro en el estómago. El autobús frena. No es mi parada pero me levanto. La vieja se lanza literalmente sobre mi asiento, ahora su asiento. El chico sigue riendo. Me bajo del autobús. Entro en una cafetería y pido un vaso de leche. Miro por la ventana sin mirar. Al rato pasa una chica coja que consigue avanzar de una manera muy aparatosa, apoyada en dos muletas. Uno ve a un cojo y piensa qué putada tener que ir así hasta la esquina o ¿qué le pasaría? Qué más da. Lo jodido es tener que arrastrarse cargando con todos los qué putada y tu cojera hasta la esquina, y hasta la otra, y la otra... todos los días de tu vida.
V. Son las cuatro y Ana no llega. Me habría gustado verla antes de salir de casa. Por lo menos hoy me toca Guernica. Bajo a la calle, subo la cuesta gris de siempre. Me meto en el metro, dos paradas, (voz de hombre): «próxima estación...», (voz de mujer): «Sol», (voz de hombre): «correspondencia con...», (voz de mujer): «líneas uno y tres». Cambio de línea. El vagón está hasta arriba. Una vieja me mira con cara amenazadora. Voy sentado. Me levanto y le cedo el sitio. La vieja me sonríe. Enfrente un chico lee un libro y cada poco suelta una carcajada. Son unas carcajadas sonoras y desagradables. Atocha, mi parada. Bajo del vagón.
VI. Son las cuatro. Sigo en la cafetería frente a mi vaso de leche. Pablo ya debe de haber salido de casa. Me fumo un cigarro. Mis caladas son lentas y sonoras. Pablo intentó enseñarme, pero nunca he podido dejar de hacer ese ruidito, como de un beso al final de cada calada. Juego con el humo, hago aros. Unas veces me salen y otras no. Pocos aros, densos y grandes; muchos aros, finos y pequeños. Suelto el resto del humo de golpe. Cierro los ojos. Me invento por milésima vez en una hora que le deseo con todas mis ansias, trato de despertar mi libido recordando cómo hacíamos el amor al principio, con fuerza y desgarro. Intento excitarme recordando esa pasión animal y salvaje con que le deseaba hace ya tiempo, sus brazos, sus dedos, acariciándome.... Nada. Me concentro en dirigir toda la angustia que me produce su amor visceral y agonizante hacia un deseo carnal igualmente visceral, pero no puedo. Su amor es como un bloque de cemento de mil toneladas que me presiona, que me aplasta. Apago el cigarro, me termino el vaso de leche de un trago y salgo de la cafetería.
VII. Las horas pasan lentas. Las horas pasan lentas por mucho que me toque Guernica. Es la quinta vez este mes. Todos queremos que nos toque Guernica, por eso hay turnos. Nunca me imaginé de vigilante de museos. Supongo que nadie se ha imaginado nunca de vigilante de museos, hasta que lo eres. El primer mes o así te fijas mucho en los cuadros, en cada milímetro de tela, papel o lo que sea. Cuando te toca vigilar una sala nueva te llenas de ilusión, se le llega a tomar mucho cariño a cada cuadro. Vigilarlos se convierte más bien en un acto reflejo, ¡que nadie toque a nuestros niños! Ana no quiere tener niños. Pero después de tantos meses aquí, viendo siempre los mismos cuadros, ya apenas me fijo en ellos. Ni siquiera en Guernica. Ahora me fijo en la gente. Es más entretenido. Muchos me devuelven la mirada desafiantes, se creen que me pienso que se van a mear en un cuadro. Y sigo mirando. Hace meses Ana vino a verme. También me tocaba Guernica. Puso la misma cara con que me mira cuando le digo que la amo. Esa noche en casa discutimos y cuando más tarde nos abrazábamos sentados en la cama, me dijo: «Tu amor me produce la misma sensación que el Guernica». No supe qué pensar.
VIII. Las horas pasan lentas, pasan casi tan lentas como la pasividad con que me tomo las cosas. Me estoy muriendo por dentro y soy incapaz de salir de esta jaula de amargura. Me estoy muriendo por dentro y soy incapaz de salvar lo único salvable de esta maldita historia: yo. Nunca quise ser la dueña de nadie. No vine a esta casa para hacer de ella mi reinado. ¡Mierda, Pablo!, ¿por qué me miras con esos ojos de esclavo sumiso? Y por más que lo intento no recuerdo en qué momento pasé de ser su amante a ser su diosa. Aunque me empeñe no me queda ya estómago para digerir ni su daño ni el peso de su entrega, porque, por más ganas que me invente, todo intento se queda pequeño ante la angustia que siento cada mañana cuando veo mi cepillo junto al suyo, las prisas cada día mayores por beberme el café y salir cuanto antes de esa casa que me oprime, la efusividad de mal a peor disimulada al besarle cuando llega a casa, el espanto que no puedo evitar sentir todos los días al abrir el buzón y ver mi nombre escrito junto al suyo. Siempre pensé que si tenía un problema te lo contaría a ti, a ti sólo. Hasta que me di cuenta de que mi único problema eras tú. Por eso nunca te cuento nada. No lo aguanto más.
Una cuesta gris y sucia. Es de noche. Sólo ilumina la luz de una farola. En escena Pablo y Ana se abrazan con las mejillas rozándose. Él abraza con la desesperación y la inocencia de quien quiere fundir dos almas para siempre. Ella abraza con el dolor que produce abrazar anhelando que sea el último abrazo.
Fundido en negro.

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