El bañador verde de Margarita de la Pisa

 Juan Pimentel


Para Ángel, claro







Los veranos en Boecillo eran como supongo serán los veranos de la infancia de todo el mundo. ¿Quién no guarda en su baúl tres meses largos de pipas y sol? Los habrá que puedan esgrimir la playa de Gandía. Otros dirán que hicieron una acampada en Guadarrama. Y nunca faltan los cosmopolitas que airean su primera escapada a Florencia. Pero a mí no se me intimida con roulottes ni cosas por el estilo. Porque aunque tres meses en Boecillo jugando en la piscina con mis primos no sean nada del otro jueves, y aunque podría sumar otros méritos, como excursiones al río, pesca de barbos y cosas semejantes, todo eso está de más. Y está de más porque todo eso son majaderías comparado con lo que ese verano me ocurrió. A mí.

Aquel verano fue grandioso. Pasamos tantas horas en la piscina que la piel de los dedos se nos arrugaba. Y es que descubrimos un juego muy divertido, una especie de escondite, con uno a ciegas que intentaba tocar a los otros, y así hasta que lo lograba. Era genial bucear cerca del que se la ligaba y jugar con el riesgo de que se moviera sin verte y te rozara y entonces te tocaba a ti, y así tardes y más tardes, días y más días. Y luego las noches, qué risa, durmiendo 7 u 8 en el cuarto grande de arriba con las literas, qué jaleo y qué broncas, de vez en cuando: algunas noches nos reíamos tanto que nuestros padres se mosqueaban y subían y pegaban una voz, daban un portazo, y entonces empezaba uno, que no podía contenerse, a reírse bajito, y los demás estallábamos ya llorando de risa, como en la iglesia o en esos sitios donde no puedes reírte y que es donde uno se lo pasa mejor, porque es precisamente donde dan más ganas y la sensación de lo prohibido se convierte en el atractivo más poderoso.

Pero dejémonos de menudencias. Porque si aquel verano fue algo especial, algo grandioso, como he dicho, fue por Margarita, Margarita de la Pisa, la hija de unos amigos de mis padres y mis tíos que venían con los suyos y se pasaban todo el día ahí con nosotros. Así, mientras los mayores hablaban y hablaban, nosotros jugábamos con Eloy, Enrique, Susana y, principalmente para mí y el resto de mis primos y hermanos, con Margarita, Margarita de la Pisa. Yo llevaba ya dos veranos locamente enamorado de ella, lo que no resultaba ninguna nota de distinción: también lo estaban mi hermano Paco y mis primos Félix, Juan Ignacio y Raúl. ¡Ah! y también nuestros amigos Miguel Ángel, Pedro y Andrés. Alguno se me olvidará, pero no importa. Margarita se movía, y todos íbamos detrás; pedía una coca-cola, y todos a por ella; se tiraba al agua, y al segundo no cabía un alfiler en la piscina.

Pero es que además ese verano apareció ya más guapa que nunca. Sus piernas se habían estirado, y el lunar de su mejilla convertía su sonrisa en algo que no sabría explicar y que discurría entre un punto de maldad, un aire de secreto y un cosquilleo extraño, el cosquilleo que se producía dentro de mí cada vez que ella sonreía y escondía su dentadura con la mano para ocultar el aparato que le acababan de poner y que a ella le avergonzaba. Sin embargo, a mí su aparato me parecía estupendo, como toda ella, tan perfecta ahora que incluso tenía un defecto, algo que de alguna forma la hacía más accesible, a pesar de sus piernas largas, su piel morena y su incomparable bañador, el bañador verde de Margarita de la Pisa.

Su bañador no era de esos de felpa con grecas, ni por supuesto de esos con aros de señoras. Tampoco tenía flores. Y sobra decir que no era un bikini: Margarita no hubiera hecho nunca una cosa así. Era, simple y llanamente, un bañador verde, un puto bañador verde de lycra brillante. No tenía nada de especial, y en eso residía su misterio. Brillaba, le caían las gotas, los huesos de Margarita lo tensaban.

El viernes de la última semana de agosto vinieron los de la Pisa al completo. Margarita, como los dos veranos anteriores, no me había hecho ni caso. Ni puñetero caso. Nos saludamos, como siempre. Los de la Pisa se metieron en la casa y aparecieron luego con los trajes de baño puestos. Margarita salió brincando con su flamante bañador verde. Sonreía y se tapaba la boca. Y comenzamos a jugar al escondite en la piscina. Primero se la ligaron unos cuantos y todo transcurrió como de costumbre. Yo andaba un poco desganado, no hacía mucho esfuerzo por bucear ni porque no me tocara el que se la ligaba. Y en una de éstas, claro, mi primo Félix me cazó a dos manos. Cerré los ojos y me puse a seguir las voces entre el chapoteo general.

Pero de pronto, escuché la de Margarita y me fui, raudo, a por ella. Estaba por la parte que cubría. Avancé a grandes brazadas, y cuando llegué a su altura, ella se revolvió y buceó hacia el fondo para esquivarme. Para entonces yo llevaba un rato haciendo trampas, abriendo los ojos bajo el agua. Nunca lo había hecho, pero siempre hay una primera vez para todo. Así que yo también me revolví y buceé hacia abajo, donde me aguardaba Margarita. Estaba quieta en el fondo, pensando quizás que pasaría de largo. Me acerqué suavemente sobre ella, la cogí del hombro, y todavía hoy puedo sentir el tacto del tirante de su bañador verde. Bajo el agua, me miró sorprendida. Y entonces yo, como quien cuenta un secreto, la besé cerca de la oreja.

Cuando subimos a la superficie, Margarita de la Pisa se limitó a cerrar los ojos y a seguir el juego. Jamás volví a estar tan cerca de ella, y nunca en mi vida he vuelto a experimentar algo tan transparente, irreal y fabuloso como aquella sensación de estar bajo el agua mientras los rayos del sol penetraban desde arriba y las burbujas subían por su cara. Recuerdo también su pelo rizado, que flotaba y flotaba. Y la piel de su hombro, bajo el tirante de lycra verde.

Y por eso estoy en condiciones de afirmar que ni la playa de Gandía ni la acampada en Guadarrama pueden aproximarse, ni por asomo, a mi verano aquel en la piscina de Boecillo. Sé que más de uno sacará de su chistera incluso un beso de tornillo con una francesa en la Riviera. Pero a mí eso me da igual, porque en toda la historia de la humanidad para mí sólo habrá un verano, el verano en que mis dedos rozaron su bañador, el bañador verde de Margarita de la Pisa.

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