Hoy, mientras mi hija Lucía pintaba en el jardín, he vuelto a recordar a Miguel. El olor de la pintura me ha hecho revivir emocionada, como tantas otras veces, aquellos días llenos de olor y color. Me he recostado en el césped a los pies de Lucía y mirando el paisaje de su cuadro he vuelto a vivir aquella tarde de marzo, que el tiempo no ha conseguido borrar de mi memoria.
Yo tenía entonces dieciocho años, y aquella tarde, la primera después de las vacaciones de semana santa, al igual que todos los martes me dirigía por la calle Arenal hacia mi clase de pintura. Por aquel entonces llevaba ya tres años recibiendo las clases de Miguel. Recuerdo que ese día llegué aterida de frío, con las manos y la cara completamente congeladas. Como siempre Miguel tardaba bastante en abrir la puerta. Desde el rellano podía oír sus pasos crujir por el pasillo de madera y el concierto para piano de Chopin de fondo. Recuerdo que era uno de sus conciertos favoritos, lo llamaba «el paseo romántico». Me abrió la puerta sin su sonrisa habitual, con pincel en mano y su bata blanca completamente embadurnada de un sinfín de colores.
Antes de subir a pintar a la buhardilla, teníamos como costumbre ir a merendar juntos a la cocina. Me preparaba barritas de pan tostado con aceite, y un tazón azul lleno de leche. Me encantaba el olor de aquella cocina, la mezcla del olor del aguarrás con el del pan tostado. Miguel se sentaba a mi lado en el pequeño banco de madera que, junto a la mesa, era el único mueble de aquella cocina, además de una encimera llena de tarros con miles de pinceles reposando en aguas teñidas de rojo, verde, y azul. Juntos mojábamos las barritas de pan con aceite en la leche. Me encantaba mirar los círculos de aceite que poco a poco poblaban la superficie.
Miguel escuchaba mis preocupaciones con los exámenes, o las peleas con mis padres, o los amores de mi amiga Sara, y muchas otras historias que todos los martes le traía. Me escuchaba con gran atención, sus ojos negros se clavaban en los míos y mientras que yo le hablaba él se reía mucho. Me abrazaba, me besaba, me acariciaba el pelo, y a veces me cogía en brazos y juntos, muy callados, con los ojos cerrados, escuchábamos el piano al fondo. Miguel era cándido, sensible y tierno. También maduro, brillante, inteligente y culto. Era un gran pintor, pero sobre todo era una persona que sufría mucho y sufría por todos y por todo. Los cuadros de Miguel estaban dispersos por toda la casa, por el suelo, por las paredes, amontonados en las esquinas. Todos hablaban de muerte, eran retratos de muertos, de mutilados, o de alimañas comiéndose personas. A Miguel no le gustaba nada este mundo. En realidad Miguel tenía un mundo propio, un mundo lleno de libros, música y cuadros.
Aquella tarde de marzo Miguel me miraba de otra manera. Yo llevaba dos semanas sin ir, y me dijo muy serio que me había echado mucho de menos. Aquella tarde no quiso que merendáramos y directamente subimos juntos a la buhardilla. Por las ventanas entraba una cálida luz grisácea, como grisácea era la tarde y la mirada de Miguel. Me puse la bata, me recogí el pelo y me coloqué ante el cuadro en el que llevaba trabajando más de un mes. Se trataba de un paisaje, era un acantilado al más puro estilo irlandés. Miguel, como siempre, se sentaba detrás de mí, en un pequeño sofá cubierto con una sábana. Yo pintaba de pie.
Preparé los aceites, y fui colocando pequeñas porciones de óleo de distintos colores sobre mi paleta, mucho blanco para las mezclas, y pequeñas cantidades de verde, marrón, rojo, amarillo y azul que con ayuda de la paleta, el aceite y el blanco se mezclaban y convertían en una amplia gama de tostados y rojos azulados para mi paisaje. Aquella tarde sentí algo distinto en mi maestro, algo que también a mí me hacía estar distinta. Desde su sofá Miguel empezó a hablarme con un tono casi agresivo, nunca lo había hecho antes, me gritaba que me metiera en el cuadro, que respirara la brisa del mar de mi paisaje, que sintiera el vértigo de la altura desde arriba del acantilado, que mirara cómo las nubes estaban cerrando la tarde.
Empecé a pintar con una energía hasta entonces no conocida por mí. Sentí algo muy especial, los colores fluían a montones por el cuadro, yo sentía una agitación y excitación muy difíciles de describir, el corazón me latía muy deprisa y sentía mucho calor en la cara. Miguel se levantó y se acercó mucho a mí, se quedó a mi espalda, yo sentía su respiración en mi nuca, él me seguía diciendo que oyera la fuerza del viento desde arriba del acantilado, pero yo sentía el calor de su aliento en mi nuca y mi cara ardiendo. Miguel me giró o me giré yo, sus ojos se clavaron en los míos durante instantes que me parecieron eternos, luego me besó hasta casi hacerme daño como nadie nunca más me ha vuelto a besar. Me besó en la boca, en el cuello. Me quitó la ropa o quizás me la quité yo, se quitó la suya o quizás se la quité yo, me besaba los brazos, los pechos, en los muslos y entre los muslos. Cogió los tubos de óleo, los desparramó por mis piernas, por mi vientre, los extendió con sus manos por mi cuerpo, y de mi cuerpo y de mi alma hizo un indescriptible cuadro. Yo volé sobre el acantilado, sentí la brisa y olí el mar de mi paisaje.
Después de aquella tarde hubo muchas más. Ya no volví a mi casa, mis padres no quisieron volver a verme ni saber de mi locura. Me convertí en una pieza más de la casa de Miguel. Pero él no quería esto porque él no quería nada y se empezó a ahogar con mi presencia. Me amaba hasta la locura de los cuerpos y luego me gritaba que me fuera, para después llorarme que volviera. Así transcurrieron unos meses en los que yo habité unas veces succionada por los paisajes de mis cuadros y otras por la locura de Miguel.
Una tarde de octubre, me despertó un ruido seco mientras dormía, me envolví en una sábana y subí a la buhardilla. Por las paredes de la escalera pude leer escrito con óleo rojo: «LUCÍA, PERDÓNAME». Seguí subiendo la escalera, y allí estaba Miguel, muerto, desnudo en el suelo, con todo el cuerpo repleto de pintura y con la pistola aún en su boca. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Aquella misma tarde Miguel también había llorado cuando le dije que estaba esperando un hijo suyo.

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