Recuerdos

 Raquel Portaencasa


Cuando llegué al viejo portal, el 43 de la calle Mejía Lequerica, volvieron sobre mí las palabras de mi madre: «...está muy enferma, hijo. Nos va a dejar muy pronto». Pulsé el botón del 4ºC, y casi de forma instantánea se abrió la puerta del viejo portal.

Subí las crujientes escaleras con cierta parsimonia, y al llegar estaba esperándome en el rellano de la puerta cubriéndose con un chal de lana burdeos. La vi más diminuta que nunca, su cara repleta de surcos tenía un cierto tono amarillo, me miró con una muy leve sonrisa y unos azules ojos ya sin brillo. La seguí por el oscuro pasillo hasta llegar al gabinete, nunca he sabido por qué llaman gabinete a un cuarto de estar, pero así lo recuerdo desde niño. Se sentó en su sillón de orejas y yo en el otro frente a ella, el que antes siempre había ocupado mi abuelo. Nos separaba la mesa camilla despidiendo el calor de brasero que ocultaba bajo sus faldas, y que tanto se agradecía en los días como aquel.

Me gustaba mirarla, en aquella ocasión más que nunca. La quería atrapar en mi recuerdo para siempre. Ella también me miraba mucho, se sirvió su copita de ginebra en aquel diminuto vaso y después, muy lentamente, colocó de nuevo la voluminosa esfera de cristal en la boca de la licorera. Ella nunca empezaba una tarde conmigo en el gabinete sin servirse su copita y sin dejar de contarme que era muy buena para la digestión. Ésta iba a ser ya una de las muy pocas tardes que íbamos a pasar juntos y los dos lo sabíamos.

Cuando llamé esa mañana le había dicho que quería que me enseñara fotos de ella, fotos antiguas, fotos del abuelo, en definitiva le acabé diciendo que casi no conocía su historia y que quería que me la contara. Sólo nos iluminaba la pequeña lámpara encima de la mesa camilla. Me encantaba estar allí, me encantaba la sensación de calidez de aquella habitación y la que el brasero poco a poco producía en mi cuerpo. Le dio un pequeño sorbo al vasito de ginebra y puso sobre la camilla una vieja caja de cartón con dibujos de flores apenas definidos, borrosos por el paso del tiempo. Permanecía muy quieta con un manojo de fotos amarillentas con los bordes haciendo pequeños picos en su mano. Las dejaba sobre la mesa de una en una mientras salían miles de historias por cada una de ellas. Hablaba de mi madre pero como hija, se emocionaba pero no quería, y antes de que las lágrimas llegaran a sus ojos se apaciguaba con otro sorbo del inacabable vasito de ginebra; hablaba de mi abuelo y de lo felices que fueron, de los años que estuvieron separados y sin embargo juntos; hablaba de sus diez hijos, de los vivos y, con la ayuda de un trago de ginebra, de los muertos. Pasaron las horas casi tan deprisa como sus historias, había oscurecido y fuera llovía a mares.

Antes de coger otro montón de fotos guardaba con mucho cuidado en la caja las que ya habíamos visto, tomaba un traguito más de ginebra y se volvía a colocar por los hombros el chal de lana burdeos con el que para siempre, bajo esa mínima luz del gabinete, y acompañada de ese vasito eterno de ginebra, ha quedado en mi memoria.

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