Sombras de la noche

 Carmen S. Osorio


A los que creyeron en mí, con cariño

Cuando se abre nuestra visión,

se ensancha nuestro horizonte.



Rosa no había conocido el amor y ya pasaba de los 50. En más de una ocasión se había preguntado si verdaderamente existía. Por eso aún no se lo podía creer. Había asistido a la conferencia que el profesor Solana daba sobre «La teoría del amor» y de una forma inesperada y casual habían quedado para tomar una copa esa noche en su casa.

Salió y compró caviar, champán, dos velas azules, unas flores y volvió a casa a toda prisa. Aún quedaba mucho tiempo, pero ella no estaba acostumbrada y no se le podía escapar ningún detalle.

Ordenó el apartamento, pasó la mesa bajo la ventana, sacó el mantelito blanco de encaje, las copas que su madre le había regalado, colocó las velas, las flores, se retiró unos pasos y miró desde la puerta. Estaba de su agrado. ¿Le gustará también al conferenciante?, se preguntó. Lo conocía tan poco...

Llenó la bañera, le puso las sales y el agua de rosas y se hundió en ella durante largo rato. Ya fuera se untó el aceite de jazmín, la mascarilla de manzana, el reafirmante de miel y se fue a buscar la revista Estar en forma, buscó la página 59, «Cómo triunfar en una primera cita», leyó y fue siguiendo paso por paso: la base, crema reafirmante, maquillaje del nº 3, sombra blanca, sombra azul, perfilador de ojos, pestañas alargadoras, perfilador de labios, pintalabios natural, pintalabios color fuego, pequeña lágrima hacia la mitad de la mejilla, peluca natural del mismo tono que el pelo con reflejos caoba, uñas de porcelana con media luna anacarada. Si es posible, decía la revista, reafirme sus pechos con unas pequeñas prótesis, póngase unas lentillas verde mar y unas gotas de perfume tras las orejas, esto le dará un toque de distinción al que su conquistador no se resistirá. Algunas de las cosas tuvo que bajar a comprarlas a toda prisa a la perfumería de la esquina, pero por fin a las 9:30 estaba todo perfectamente dispuesto para cuando llegara el conferenciante.

Echó una última mirada: la mesita con las flores, las copas, las velas y el cubo del hielo. Espolvoreó el ambientador Magia de Vitorio y Luccino, apagó la luz del techo, encendió las velas e impaciente se puso ante la ventana para ver cuando llegaba él.

Empezó a recordar su triste niñez con esa enfermedad que poco a poco le fue robando los pequeños encantos naturales. Recordó lo torpe que era en los juegos, cómo con l0 años había perdido los dientes de arriba al caerse como un fardo tras una crisis epiléptica, cómo los chicos del barrio se mofaban de ella y cómo la habían tenido que cambiar a un colegio donde poder comprar las notas.

El reloj ya pasaba de las l0:30 y aún el conferenciante no había llegado. Rosa se empezó a impacientar. Fue al dormitorio y se miró en el espejo de la puerta del armario. Creo que estoy bien, se dijo, pero ¿y si me pongo las medias reductoras? Tal vez esté mejor, me reducirán las cartucheras y me realzarán las nalgas. Rebuscó en el cajón del comodín hasta que las encontró. Miró de nuevo el reloj. Las 10:45. Puso la música, dio una vuelta por la casa, dejó abierta la puerta del dormitorio de una forma insinuante, encendió las velas, sacó el hielo, metió el champán en la cubicare, tomó una revista, la hojeó, la dejó, dio otra vuelta por el piso y de nuevo se pegó al cristal de la ventana a ver si lo veía aparecer.

Volvió su imaginación a la mañana. ¿Cómo había sido posible la cita? El conferenciante era mucho más joven que ella y de mejor aspecto. Él tendría alrededor de 30 años, su pelo largo bien cuidado, su bigote recortado, sus ojitos vivarachos escondidos tras unas gafas redondas, le daban un aspecto muy seductor. Podía haberse fijado en cualquiera de las jovencitas que allí había.

Institivamente miró el reloj, ni siquiera vio la hora. Matando el tiempo en su mente se mezclaba el pasado y el presente, por eso siguió recordando cuántas veces su padre antes de morir le había dejado bien patente que si la plaza de funcionaria la había conseguido era gracias a que él le había hecho la casa gratis a don Lázaro. Buscó en su memoria si la «madre naturaleza» la había agraciado con algún don y no pudo encontrar ni un pequeño resquicio.

El reloj de Correos dio doce campanadas. Rosa se fue hacia la puerta y pegó su ojo a la mirilla deseando encontrar al conferenciante. Sólo vio el descansillo oscuro y vacío. En una astilla de la puerta se le engancharon las medias. ¡Qué fastidio, una carrera! A pasitos cortos se dirigió a la sala y contempló la escena: Las flores habían empezado a ponerse mustias, las velas estaban medio gastadas, el hielo se había convertido en agua y notaba cómo la cosmética había empezado a resquebrajarse.

Lo de siempre, pensó Rosa, el amor no está hecho para mí. Se acercó a la mesa y apagó las velas. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, le pareció estar dentro de un escenario: La mesa adornada de una forma muy especial, la puerta del dormitorio abierta con la cama al fondo con su colcha rameada, la mesilla con el vaso de agua donde todos los día depositaba su prótesis dental... la soledad, de nuevo la soledad.

Por última vez miró el reloj. Ya no vendrá, se dijo, ya no vendrá; y empezó a despojarse de todos los motivos de seducción: la peluca, la lágrima, las lentillas, las uñas... Se sentía cansada. Se tumbó sobre la cama con los brazos y las piernas en cruz totalmente abatida. Estiró los dedos de su mano todo lo que pudo hasta toparse con el cajón de la mesilla. Mecánicamente lo abrió, palpó el frasco de los somníferos y sin darse cuenta lo abrió, sintió un gusto especial al contacto con las pastillas, llenó el cuenco de su mano, se las llevó a la boca y cuando iba a coger el vaso de agua para ayudar a tragárselas, sonó el timbre tímidamente. Dio un salto de la cama y fue a abrir la puerta. Ante ella apareció el conferenciante. Rosa era un remedo de la mujer que hubiera querido aparecer.

El conferenciante, con cara de sorpresa, dijo:

—Perdone, me he confundido de piso —y dio media vuelta para irse.

En ese momento un sentimiento de rabia invadió a Rosa y sin poderlo evitar empujó al conferenciante escaleras abajo murmurando entre dientes:

—Si hubieras venido a tu hora, yo sería la que tú esperabas.


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