El deseo es lo que uno quiere,
no lo que necesita.
Probaré la droga, una de cada, y volveré fiel a repetir para encontrar cuál es la que más me degrada y abrazarme a ella hasta morir. Sólo pienso en la puta aguja entrando por mi vena. Los colegas me dicen que tengo la cabeza rota, que sólo pienso en ella. Pero yo no puedo evitarlo. Una y otra vez me veo a mí mismo preparando minuciosamente un pico. Cojo el polvo y lo echo en una cuchara. Luego añado unas gotas de limón. Cuando la mezcla se ha disuelto, lleno la cuchara de agua y pongo un filtro de algodón para que absorba las impurezas. Finalmente, cargo la chuta... y al curro.
Mi cabeza tiembla sólo de pensar en esa aguja que se ajusta milimétricamente a mi vena, en esa aguja que sostiene lo poco de vida que hay en mí. Cuando veo aparecer, alterada, la sangre en la jeringuilla pienso que el espectáculo está a punto de comenzar. En la flauta se mezclan mi sangre y la mierda que tanto ansío. Pero todavía no experimento ningún efecto. O sí. Tal vez, ya en ese momento mi cuerpo se rinde a los poderes del caballo. Me siento vulnerable, frágil, incapaz de interrumpir la fiesta.
Luego aprieto el émbolo con fuerza, como queriendo aniquilarme, como quien clava un puñal en el pecho de su víctima. Es en esa transición donde la cabeza se me rompe, porque paso de la amargura más honda, la de quien desea la muerte, al mayor de los estados de placer que jamás haya conocido nadie. En décimas de segundo paso de pensar que mi vida no tiene ningún sentido, que soy un cobarde incapaz de afrontar la realidad, a pensar que todo en la vida es cojonudo.
Un pico es lo más agradable de esta puñetera vida, pero también es lo más traicionero, pues te engancha como a un perro. Eso si no tienes un mal pico y te quedas en el sitio.
Con la mierda en mi cerebro no hay problemas. Conozco gente que disfruta follando. Un polvo, dicen, es un milagro de la naturaleza. Te conduce al mayor estado de placer al que puede llegar el ser humano. Conozco también a otros capaces de disfrutar con un retablo gótico o con una partida de black-jack. Incluso he conocido a algunos pilotos suicidas que disfrutan terriblemente con el riesgo. Sus neuronas necesitan estar cerca de la muerte para sentir los espasmos del placer... Todo esto está muy bien, no lo niego. Sólo digo que el placer que proporciona un pico es infinitamente superior a cualquiera de estos otros que acabo de citar. Aunque las consecuencias, lo sé, también son infinitamente más destructivas.
El caballo me relaja, me saca de una realidad que odio para llevarme a otra en la que no hay tensión, no hay dudas, no hay traiciones. La realidad del jaco no sabe de revoluciones, ni de economías de mercado, ni de competencia salvaje, ni de emancipaciones femeninas o masculinas, ni de política barriobajera. El jaco es libre y así te llega a la cabeza, aunque luego te esclaviza a esa libertad.
Tras el primer pelotazo, bombeo varias veces mi sangre con la jeringuilla. Extraigo un poco de sangre y la devuelvo con fuerza al interior de mi organismo. Así tres, cuatro, cinco veces. O más. Luego me quedo tranquilo. Muy tranquilo.
Ahora, sin embargo, no vivo tranquilo ni un solo segundo del día. No duermo. Apenas como. Estoy rabioso con los colegas. No quiero saber nada de nadie. Sólo pienso en pincharme. Una y otra vez me llegan las mismas imágenes a la cabeza que me atormentan y me desquician. Las imágenes del polvo y la cuchara y el limón... Y, sobre todo, la aguja.
Desde hace treinta días no me he puesto ni un solo pico. Todo lo que he hecho ha sido fumarme varios chinos al día. Pero los chinos ya no me colocan. Tendría que fumar bastante para obtener una sensación mínimamente parecida a la del pinchazo. Y, con todo, no sería lo mismo. Además, no tengo pelas como para fumar tanto.
Desde hace treinta días vivo desesperado, sudoroso, impaciente, con calambres, helado, tembloroso, lleno de dolores que me suben desde los riñones por toda la espalda, casi muerto. Desde hace treinta días estoy en la trena. Y en la trena no mata el jaco, como en la calle, aunque también. En la trena mata la aguja. Aquí hay una aguja para cada cincuenta yonquis. Eso significa muerte segura, pues todas las agujas tienen el bicho dentro. Están infectadas.
Yo no tengo el sida todavía, pero cada día, cuando vuelvo por la noche a mi chabolo, me pregunto si merece la pena sufrir tanto por el puto miedo a coger el bicho. Al fin y al cabo para mí la vida sin mierda no tiene mucho sentido. Pero uno, no sé por qué, le sigue teniendo respeto a la muerte.
Alguien, desde fuera, pensará que los yonquis somos basura, gente sin voluntad, incapaces de dominar nuestros instintos, dominados por la mierda, seres humanos transformados en lobos esteparios al acecho de su presa... A quienes piensen eso, sólo tengo una cosa que decirles: es verdad.

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