Paisajes de la memoria

 Juan Francisco Torregrosa Carmona


A mi madre, mi padre y mis hermanas.

Y a la abuela brizadora, que ya no podrá leer

este relato, pero que está en él y en mí.



Pedro-Juan, el nieto del tío Ignacio de la alberca, ha vuelto a los lugares de ayer, a los paisajes de la memoria. La plaza —niños y naranjos—, las calles antiguas y estrechas, los rostros viejos y cansados, y esa quietud profunda que lo envolvía y lo envuelve todo.

En las calles que desembocan en la plaza, los niños y los viejos han visto la imagen de un hombre al regreso de su esfuerzo, un hombre al que no conocen. Una cara anónima que hace alzar la vista con desconfianza a quienes echan un rato con las cartas en el bar. No es habitual para los lugareños encontrarse con más gentes que las de costumbre. Normal, pues, que desconfíen.

El hombre se toma su café y sin mediar palabra con nadie sale del local. Hubo un tiempo en que sí habría tenido algo que decir, muchas cosas, preguntar por las cosechas, por las familias, por los proyectos en marcha. Pero ahora no. Ahora, el itinerario de la memoria lo conduce suave, sin esfuerzo, por los sitios de antaño: la plaza, sus calles con niños y viejos, el silencio espeso de la tarde, la iglesia, con su humilde fachada de cal y de olvido. Y la casa. Una casa vacía y cerrada. Triste y decrépita, como un espejo cruel en el que se reflejara su vida. Desconchada y con la puerta y las ventanas amarillas de sol y soledad, herrumbrosas ya las rejas en las que un día enredó sus manos, si antes menudas e inocentes, hoy callosas y desengañadas.

Vuelve el hombre a los lugares que fueron, y quisiera hacerlo sin dolor. Pero no puede. Nunca pensó, ingenuo, que el encuentro consigo mismo doliera tanto. Traspasar la cancela es regresar a los vericuetos de un pasado que aún ahora, a la vuelta del camino, no logra asumir, por el miedo de intentarlo y ver consumado el fracaso. Desde la ventana plena de sol se adivina la línea de un horizonte lejano pero próximo, íntimo, propio, evocador de estampas infantiles y recuerdos dormidos al pasar del tiempo.

Vuelve el hombre, y los lugares que fueron se le rebelan, quieren huir, escaparse a sus ansias de cerrar capítulo y con él novela. Nunca leyó a Galdós, pero sabe bien que cada vida, cada hombre, la vida de cada hombre, es una novela repleta de sentimientos encontrados, de claroscuros, de luces y sombras. No importa que la interpretación del pasado venga condicionada por los sucesos del presente; es natural. Lo malo es cuando ocurre al contrario.

Quiere Pedro-Juan buscar ese refugio donde habita el olvido, pero no puede. Tiene la sensación de otra derrota, acaso la última. Trata de justificar su huida: no se fue por gusto, no eligió otros caminos y otras gentes por determinación del capricho. No quería abandonar estas paredes que escuchan de nuevo sus pasos y su voz en sollozos. La dureza del clima y la pobreza del paisaje y del hogar tuvieron la culpa. Es sólo que tuvo que hacerlo, como tantos. Como tantos que al cabo del tiempo pudieron restañar heridas: comenzar de nuevo en el lugar de origen, en el único lugar en el que el hombre no rompe el paisaje, donde se forma parte de él. La vida rural es la única aceptable para Pedro-Juan, el nieto del tío Ignacio de la alberca, que comenzó a ser y a sentir entre alzabaras y chumberas. Para quienes no conocen más que ambientes urbanos esa añoranza no existe. Pero para quienes acostumbraron sus ojos a los colores, los sonidos y los olores del campo, el cambio se convierte en un pesado lastre que hiere los recuerdos de otros tiempos.

Al llegar pensó que el regreso cerraría la herida, pero descubre que no. Que retornar a los escenarios de ayer le devuelve la conciencia de sí mismo y abre más y más la brecha. Su vida corre el riesgo de caer en ella; sin embargo no hay opción.

Desde la terraza se divisa un cuadro agreste, de una homogeneidad lacerante, sólo rota por cortijos blancos, salpicados en medio de un desierto habitado por gentes que viven historias bíblicas y que conocen el terreno que pisan y que sufren. No sienten rencor hacia la tierra seca y los páramos baldíos. Antes al contrario, se aferran al terruño con una fuerza casi primitiva, de hombre atados a unos campos que les hacen sufrir, pero que aman.

En la buhardilla hay carpetas descoloridas con papeles viejos y cuadernos escolares. Pedro-Juan, el nieto del tío Ignacio de la alberca, encuentra una hoja con una narración que, por la fecha que aparece, debió de escribir cuando tenía doce o trece años: se titula Los cerros y las tierras del Saliente:

«Son las doce del mediodía. Puedo observar perfectamente cómo un pastorcillo pecoso se quita la boina para refrescar su cabeza del intenso sol que hace en este veraniego mes de agosto. Mientras todo el mundo está bañándose en cualquier playa, el incansable pastorcillo sigue con su rebaño dando un “paseíto” de cerro en cerro, de tierra en tierra. Presiento un tierno olor a manzanilla, tomillo, rabogato...

Las tierras, laboriosamente labradas y cuidadas por el detallista campesino, presentan una infinita variedad de colores; unas son blanquecinas, otras amarillentas, también las hay marrones. Así son los cerros del Saliente: una bonita y grandiosa exposición de colores, matorrales, animalillos, insectos...»

Imágenes grabadas en la retina del niño campesino.



La intensidad de los recuerdos crece, y surge como siempre la añoranza. Y aunque empieza a decaer la fuerza del sol, renacen las imágenes de ayer, los paisajes de la memoria, vividos y soñados. Luce una tarde límpida y sincera, que no lleva a engaño: el hombre regresa en verano. No concibe una vuelta a los días primero si no es en época estival. Cuando los días duran más y la noche se agradece. Al calor de los cuentos y canciones de la abuela brizadora. Mujer de acero, de penas hondas y calladas, mujer sentada en una silla de enea.

De la misma manera que aquel día de agosto vio, o creyó ver, al pastorcillo, el hombre se recrea hoy en la visión de esa ermita matizada por aromas de leyenda a la que iban, van, sus vecinos a cumplir promesas, viejas o nuevas.

Anochece. La casa está casi sola, profanada en estas horas por una presencia que ya resulta extraña. Cuando principio y fin se dan la mano una voz deja de oírse. La geometría circular es la que al final ahoga. Cuando la noche va ganando terreno a los últimos claros del atardecer, el hombre sigue en la casa, a solas con sus recuerdos.

No quiere que vayan a buscarlo, si es que alguien está dispuesto a hacerlo. Lo que Pedro-Juan, el nieto del tío Ignacio de la alberca, desea y necesita es continuar la composición de la escena. Seguir su viaje por lo que fue, enfrentándose a sus días pasados, a los lugares de ayer, a los paisajes de la memoria. La plaza, la misma plaza tantos años después —niños y naranjos, idénticos niños e iguales naranjos, sin crecer—, las callejuelas de siempre, las gentes anónimas y la casa vacía, silenciosa. Sólo así, encajando piezas en el mosaico traidor de la memoria, podrá alcanzar a comprender la verdad de una vida, la suya.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento


Volver al índice del libro