El arca de Noé

 Sara Torres


Nadie imaginó que podía ocurrir aquel suceso. Mucho menos lo hizo don Nicolás, cuando decidió abrir por aquel verano la juguetería en su pueblo natal. Había dedicado sus últimos años a ahorrar el dinero suficiente como para dejar su trabajo y poder dedicarse a algún negocio que lo independizara de jefes y horarios. Y, durante la época desorbitada de compras y regalos para las navidades, había encontrado sin duda el ramo comercial más indicado. Así, promediando julio, las puertas de la juguetería El arca de Noé quedaron abiertas a todo público en la esquina de la calle Amigorena.

Era una sala medio oscura, con estanterías de madera que llegaban hasta el techo cubriendo las tres paredes como una caja. Un mostrador que atravesaba el salón y una silla para don Nicolás completaban el mobiliario. Se habían dispuesto los juguetes de forma azarosa. Desordenadamente convivían muñecas peponas, aviones supersónicos, tableros de dardos, damas, dominós, pelotas, paletas, raquetas, autitos, rastis, barbies, patines, patinetas, juegos de té, disfraces de Batman, caretas, narices, libros de cuentos, y decenas de objetos coloridos.

Terminando agosto el dueño de la juguetería estaba esperanzado con la idea de que la vuelta de las vacaciones aumentaría las ventas y permitiría que su negocio se estabilizara por fin.

Sucedió un lunes por la mañana, entrado ya setiembre, que don Nicolás encontró un charquito de agua en el suelo de madera. Limpió con la fregona y se dedicó a sus asuntos. Al otro día, al entrar a la juguetería, el charco cubría todo el salón. El hecho inexplicable preocupó al dueño, que trajo fontaneros y albañiles que no pudieron dar con la clave de tanta humedad.

Al tercer día el suceso fue escandaloso. Al abrir la puerta el agua se desparramó por la acera y corrió calle abajo como si se hubiera roto una cañería. La humedad subía hasta el primer estante y aunque se evacuó rápidamente el líquido acumulado, empezaban a quedar marcas imborrables en las paredes y el suelo.

Llegado el fin de semana la situación era insostenible. Amanecían los juguetes flotando como en un lago, el último estante había sido alcanzado por el misterioso mar y apenas se abría la puerta se llenaban las calles de agua y más agua que arrastraba con violencia lo que se ponía a su paso. Así desaparecían en el horizonte bicicletas, tarros de basura, plantas, botellas, carritos de la compra y otros objetos callejeros.

Ese día la desesperación de Nicolás se transformó en desesperanza, no podía encontrar la causa de aquel descontrol. Pensó entonces que tal vez cerrando la juguetería podía evitar que se produjera aquel efecto.

Pasó el sábado, el domingo, el lunes y cuando se disponía a esperar un día más sucedió que las paredes de la juguetería comenzaron a cubrirse de una humedad creciente con manchones cada vez mayores, hasta que empezaron a agrietarse. Lentamente por las rajas se vislumbraba el brillo de las gotas que se colaban, al principio tímidamente, hasta que chorritos de agua se deslizaban por los ladrillos. Los muros se hincharon como un salvavidas y estallaron con un ruido espantoso y tras de ellos un mar insaciable se desbordó arrastrando como un vendaval los vidrios de los negocios, los escaparates vecinos, los coches, las personas. Los juguetes nadaban en las olas de agua y se estrellaban contra las paredes.

El pequeño pueblo quedó arrasado por el agua y un operativo de seguridad civil evacuó a los ciudadanos y sus pertenencias. Don Nicolás fue llevado también a un lugar seco y seguro, pero su angustia no lo dejaba en paz y nunca pudo saber el porqué de aquel extrañísimo suceso.

En las tareas de rescate, uno de los bomberos encontró una muñeca que, salvo el agua que le chorreaba, estaba en buenas condiciones.

—Se la llevaré a Luisa, así podrá jugar a la enfermera —y guardó el juguete en el asiento de atrás de la camioneta.

Cuando hubo llegado a su casa, bajó la muñeca del coche y observó un charquito en el suelo.

—Mierda, estaba mojada —dijo sacudiéndola con fuerza y apoyándola sobre el techo del coche mientras escurría la alfombra trasera.

Como un rayo profético el sol iluminó la cara del juguete justo en el instante en que las lágrimas empezaban a brotar nuevamente.

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