Festín de amotinados (2000)

Piña

Victoria Pérez Escrivá

A Pedro



Habíamos pedido el coche. No tenemos coche. Nunca tenemos las cosas que tiene la gente normal. Tampoco tenemos cortinas en el salón. A mí me gustaría tener unas de rayas como las de aquella revista. Pero no.

Pedimos el coche para salir al campo. Juan no conduce bien. O quizás sí, pero yo paso miedo cuando él lleva el coche. Así que esta vez me había tomado una pastilla.

Por el carril derecho van los coches más lentos. Por ese carril voy yo. Pero Juan no. Él se mueve como las culebras, sólo que más rápido. Es peligroso. Eso creo. Ya no sé lo que es peligroso. Quizá todo es peligroso. Por eso yo voy por el carril derecho, aunque Juan vaya por el izquierdo. Él no lo sabe. Me lleva sentada a su lado, pero yo no estoy allí. Él no lo sabe.

Al salir de la autovía nos metemos por una carretera bordeada de árboles. No sé si la pastilla me ha hecho efecto ya, porque estoy tranquila y feliz, aunque no hablo y Juan me mira de reojo. No hablo porque a veces se me cierra la boca y no puedo hablar. Si lo intento me entran náuseas. Así que voy callada a su lado.

Vamos a buscar piñas. El domingo pasado encontramos una enorme. La vio Juan encima de una piedra. A él no se le escapa nada. Yo pensé que era un milagro, una señal. Siempre pienso esas cosas cuando estoy desesperada. Veo señales por todos sitios. Lo hace mucha gente. Creo que lo hacen las mujeres, sobre todo. Así que la piña ahora está encima de la encimera y es enorme.

Juan aparca el coche y salimos juntos. De repente le quiero. Lo he notado porque me he quedado blanda por dentro. Le cojo la mano y le doy un beso. Le quiero de verdad, es sólo que a veces no lo siento, como no siento mis pies cuando hace frío.

Buscamos piñas. Le digo:

—Venga, vamos a pedirle al bosque que nos ayude a encontrar una piña como la del otro día. Que nos mande una señal. Que nos ayude.

Juan me mira. Yo le cojo la mano y le pido:

—Repite en voz alta: “bosque”.

—Bosque —dice Juan.

—“Ayúdanos a encontrar una piña gigante”.

—Ayúdanos a encontrar una piña gigante.

Juan repite todo lo que yo digo, aunque con poca convicción.

—Tienes que creerlo —le digo. Él me aprieta la mano y me lleva a través de los árboles. Miramos al suelo buscando piñas. Yo estoy segura de que encontraremos una. Vemos unas muy pequeñas. Son bonitas y yo las recojo. Las meto en una bolsa. Juan se acerca sólo a las grandes. Parecen todas la misma piña. No son tan diferentes. Las pequeñas sí. Parecen bebés-piña.

Paseamos y yo sé que Juan ya no busca. Mira a lo alto y me señala una ardilla que salta de un árbol a otro. Yo ahogo una exclamación, sé que le hace ilusión que yo la vea. Me gusta ver las cosas que él ve. Yo nunca veo nada. No veo los conejos que cruzan la carretera cuando volvemos de noche. Ni las urracas que se posan en nuestra terraza. Ni siquiera vi la enorme piña que encontramos el domingo pasado y la tenía delante. Ahora veo la ardilla y pienso que soy como él, como Juan. Voy a encontrar una piña enorme, una piña rara. No sé cómo puede ser una piña rara. No me la puedo imaginar, pero la busco. Juan ya no cree que vayamos a encontrar una, pero yo sí. Sigo mirando al suelo y de vez en cuando digo en voz alta:

—¡Qué bonita es ésta! —para animarle.

Hemos llegado a un cortafuegos y de pronto hace frío. Caminamos por el cortafuegos. No tengo aliento. Puñados de aire frío se meten por mi boca. Sé que no vamos a llegar muy lejos. No me gusta esa franja de tierra blanca. Es más alta que el resto del bosque y estamos allí en medio de todo. Juan negocia conmigo:

—Sólo hasta esa vuelta —señala.

—Vale —le digo, y me agarro a su brazo.

Al otro lado del cortafuegos el bosque es más espeso. Me da miedo. Me imagino que va salir un enorme animal corriendo hacia nosotros.

—Tengo frío —digo.

Juan camina un poco más y luego desiste. Me ayuda a bajar del cortafuegos. Yo tengo frío de verdad. A lo mejor es la pastilla. Dicen que baja la tensión.

—¿Tienes miedo? —me pregunta Juan.

Yo digo que no con la cabeza y le sonrío. Siempre olvido que Juan sabe algo más de lo que creo.

Juan comienza a buscar piñas. Intenta animarme. Coge una y finge interés. Yo me acercó a él y también finjo. La guardamos en la bolsa. De pronto hemos llegado al aparcamiento y yo llevo una enorme bolsa llena de piñas. Abro la bolsa y las miro. Parecen todas iguales. Busco cerca del coche por si acaso en el último momento...

Juan conduce despacio. Yo me adormilo en el asiento.

—¿Qué quieres hacer con las piñas? —me pregunta.

Yo no puedo hablar. Tengo los dientes duros como el cemento.

—Las podemos poner en la terraza —me dice.

Siento la lengua dentro de la boca como un animal enjaulado. No quiero hablar de las piñas. Quiero dormir. Me imagino que en algún lugar del bosque se ha quedado una enorme piña esperando que yo la encuentre. Pero yo nunca veo nada.

Por la noche tengo jaqueca. Me asusto y me duermo con fogonazos en el corazón. Me despierto porque ha comenzado a vibrarme la mandíbula, me duelen los dientes. Juan está a mi lado, también está despierto. Me abraza. Pasan varias horas y no me duermo. Me he colocado boca abajo para ver si así el corazón se calma. Me levanto para hacerme un té, pero voy al salón. El corazón me arde en el pecho y he comenzado a temblar. Tengo que calmarme. La atención se me va. Me había levantado a hacerme un té, pero me siento en el sillón. Estoy helada. Como en el cortafuegos. Me enrollo una manta en el abdomen, pero no puedo evitar los temblores. Estoy harta. No, venga, estate tranquila, tranquila, pienso.

—Ayúdame —digo en voz alta—. Ayúdame, ya no puedo más.

Tengo ganas de llorar, pero me aguanto.

—Venga, ayúdame.

Tengo frío y me pongo una manta más. Me acuerdo del bosque. Recuerdo el sonido de las hojas. Me doy cuenta de que estoy a oscuras. No he debido encender la luz al entrar en el salón, pero tengo mucho frío y no me quiero levantar. Empiezo a rezar, siempre lo hago cuando estoy asustada. Me tiemblan los dientes y me mareo. Ando a oscuras por el cuarto y termino en la alfombra, de rodillas. Me balanceo de un lado al otro, como las hojas. Eso me calma.

—Ayúdame —pido en voz baja—. Venga, Elena —me digo.

De pronto los faros de un coche iluminan la habitación. Pasan despacio a través de la ventana y allí encima, en la ventana, veo algo hermoso. Es enorme y tiene las puntas caídas hacia abajo. Aún conserva algunos de los piñones y una gotas de resina transparentes como lágrimas. Es preciosa. La veo justo antes de que los faros del coche se apaguen. Luego todo vuelve a quedar a oscuras.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro