Festín de amotinados (2000)

El viaje

Ismael Perpiñá

A los trenes de la India



Teníamos algún dinero ahorrado, pero no mucho. Los padres de Marina nos han dado lo suficiente para dar la entrada del adosado y comprar algunos muebles. Vamos a casarnos dentro de quince días.

Por lo que a mí respecta jamás hubiera comprado una casa tan grande, pero Marina pensó que nos vendría bien vivir cerca de sus padres. Dos manzanas separan las dos casas. Desde la habitación de matrimonio podemos ver el aeropuerto. Está justo detrás de un descampado inmenso por el que no dejan de pasar camiones y grúas. Van a construir un montón de casas iguales que la nuestra, así que dentro de un tiempo ya no podré ver cómo despegan los aviones.

Mis padres también nos han dado dinero, pero menos. Sé que han hecho un gran esfuerzo. Marina quiere que terminemos de amueblar la casa pero yo he pensado que podríamos hacer un viaje por Nueva Zelanda. Siempre he querido hacer ese viaje, incluso antes de conocer a Marina, pero desde que se nos ha echado encima lo de la boda me han entrado verdaderas ansias. Además tenemos el dinero; si no logro convencer a Marina puede que jamás vea el Pacífico y la bahía de Auckland plagada de barcos.

Marina estuvo todo el día llamando a la oficina para recordarme que ese día llegaba el camión a traer los muebles. Traté de tranquilizarla por teléfono. Antes de dirigirme a la casa, después del trabajo, me detuve en una agencia de viajes. Me atendió una chica morena, tenía un lunar en la mejilla y los ojos grandes y azules. Le conté lo del viaje y también lo de la boda. La chica sacó un folleto del cajón. Me quedé mirándola sin pestañear mientras hablaba pero enseguida recordé que vendría el camión con los muebles. Me llevé el folleto para enseñárselo a Marina.

Mientras conducía hasta las afueras pensé en la chica del lunar y los ojos grandes y azules. El viaje del que me habló consta de un circuito de veinte días por Auckland, Rotorua y Wanaka en hoteles de cuatro estrellas. Podemos elegir dos excursiones por alguna isla de la Polinesia. Tenemos el dinero para hacer el viaje.

Cuando llegué al adosado pude ver a Marina y a su madre en la ventana de la cocina. Parecían discutir pero es probable que hablaran en voz alta porque Marina y su madre suelen estar de acuerdo en casi todo. Una grúa enorme pasó al lado del coche. Aparqué en el garaje. Cogí el folleto del salpicadero y lo guardé por debajo de la chaqueta. Mientras cruzaba el jardín un avión pasó por encima de la casa; el ruido era ensordecedor. Fui hasta la cocina. Al oír mis pasos Marina y su madre interrumpieron la charla. Les di un beso en la mejilla.

—Creía que te habías olvidado de los muebles —eso fue lo primero que dijo Marina.

“Cómo iba a olvidarme”, pensé. Se había pasado el día llamando al trabajo.

—Se ha formado un buen atasco por culpa de un accidente —levanté la vista por toda la cocina—. Veo que no han llegado los del camión. Voy a subir a darme una ducha. ¿Quieres venir? Tengo que hablarte de un asunto a solas.

Hubo un instante de silencio. Marina y su madre se miraron.

—En seguida voy.

Subí hasta la habitación de matrimonio. Dejé el folleto en el suelo y empecé a desnudarme. La habitación estaba vacía por completo. Dentro hay un baño. Miré por la ventana hacia el aeropuerto. Las grúas y los camiones hacían su trabajo. Estaba vestido con la camiseta de tirantes y los calzoncillos cuando oí los pasos de Marina subiendo por la escalera. Entró en la habitación pero no cerró la puerta.

—Dime, Ramón, qué es eso tan importante que tenemos que hablar a solas —la voz de Marina retumbó por toda la habitación. Respiré hondo y cogí el folleto del suelo. Aún no sabía qué era aquello, pero Marina lo miró con desagrado. Me acerqué hasta ella y le acaricié la mejilla, pero luego me separé unos centímetros.

—Hace semanas que te observo. Estás muy tensa, puedo verlo. — Marina resopló y echó la vista hacia un lado. —Mírame, yo también estoy muy nervioso con todo esto.

—Ramón, dime qué ocurre.

—No sé, creo que necesitamos un respiro. He pensado que después de la boda podíamos darnos un respiro, nos vendría bien, eso es todo. ¿Recuerdas el viaje del que te hablé? —Abrí el folleto por la mitad y lo tendí hacia Marina. Ella lo miró y lo cerró al instante.

—Ya estás con lo mismo —su voz era grave—, no quieres poner los pies en el suelo. Yo estoy haciendo mi trabajo mientras tú te pasas los días pensando en lo mismo.

—Escucha, cariño. Sabes cuánto deseo hacer ese viaje. Quiero hacerlo contigo, en serio. Quiero que hagamos ese viaje juntos. Tenemos el dinero y creo que nos vendría bien alejarnos un tiempo. —Marina sujetaba el folleto pero no se decidía a abrirlo.

—¡Joder! Tenemos que arreglar un montón de cosas y tú con la cabeza en otro lado. ¿Sabemos cuánta gente vendrá a la boda? No. Tenemos que encontrar un fotógrafo. Sabes que nos costará encontrar un fotógrafo para estas fechas. Además ¿qué pensarán mis padres después de lo que han hecho por nosotros?

No sabía qué decir, las cosas se estaban poniendo feas. Estaba allí, vestido con la camiseta de tirantes y los calzoncillos, tratando de convencer a Marina y me sentí ridículo. Un ruido atronador asoló la casa. Parecía el fin de todo. Le dije a Marina que lo nuestro no iba a funcionar pero no pudo oírme. Luego el ruido se fue alejando.

—Solo te estoy pidiendo que leas ese folleto. No tienes que responder ahora. Lo miras y dentro de unos días hablamos. Tenemos que arreglar un montón de cosas, es cierto.

Nos quedamos en silencio. Luego Marina se encogió de hombros y respiró hondo. Por fin abrió el folleto y empezó a leerlo. Fui hasta el baño y le llevé una banqueta. La empujé por los hombros hasta que se sentó. Estaba detrás de ella y vi que leía con verdadera atención. Fijó la mirada sobre una foto. Me puse a su lado pero no le dije nada, no quería molestar. Por unos instantes me pareció ver un brillo en sus ojos. Estaba hipnotizada. En la foto había una playa inmensa con cabañas y palmeras.

—¿Podríamos visitar sitios así, como este?

—Alquilaremos una cabaña en la playa y estaremos un tiempo. Dicen que los maoríes tienen un carácter alegre. Dicen que te llevan a sus casas y te ofrecen su comida.

Marina hojeó el folleto. Mientras lo miraba empezó a sonreír y meneó la cabeza. Luego alzó los ojos y me miró. Yo también le sonreí y me acerqué hasta ella. Nos abrazamos y la besé en el cuello. Seguíamos abrazados cuando la bocina del camión sonó desde afuera. Hasta cuatro veces pude oírla.

—Marina, ya están aquí, Marina —La voz de su madre fue la prolongación del maldito claxon. Marina se asomó por la ventana y dio un salto con el folleto apoyado sobre el pecho. Luego lo tiró al suelo y vino hasta donde yo estaba. Me dio un beso y dijo:

—Los muebles, cariño, ya han venido —Luego salió corriendo de la habitación y bajó corriendo las escaleras.

No bajé enseguida. Fui hasta la ventana. Cogí el folleto y empecé a hojearlo. Me acordé de la chica del lunar y los ojos grandes y azules. El viaje del que me habló era un circuito por Auckland, Rotorua y Wanaka. Podíamos elegir dos excursiones por alguna isla de la Polinesia. En una foto se podía ver a unos maoríes remando sobre sus barcazas. En otra había una playa inmensa con palmeras y cabañas. Luego pensé que no me imaginaba allí con Marina. La conozco hace cinco años y desde entonces hemos veraneado en el apartamento que sus padres tienen en Gandía. Eché un vistazo por la ventana. Las grúas estaban en el descampado pero no había nadie trabajando. Justo detrás un avión despegaba del aeropuerto, pero por el jardín de la casa cuatro hombres iban y venían cargados de muebles.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro