Festín de amotinados (2000)

Primer paseo en bicicleta

Juan Pimentel

Recuerdo mi primera bicicleta. Era de color azul, marca BH, de barra inclinada, una bicicleta todavía no de adultos, ese tipo de primeras bicicletas para aprender a montar.

Me llegó un día de Reyes. A mi hermana le trajeron otra igual, pero color crema. Sentí una gran emoción, la misma que luego he supuesto a los demás, aunque entonces a mí me pareció una experiencia única, irrepetible, en absoluto al alcance de todos.

Sí, más tarde llega la certeza de la vida similar, de que por allí ha transitado la humanidad entera. Pero cuando uno es joven, muy joven quiero decir, aún permanece intacta la experiencia de lo inédito. Sí, yo entonces creía en los Reyes Magos. Y también que nadie nunca en el mundo había tenido una bicicleta azul, marca BH, de barra inclinada, toda para él.

Yo ya era muy aficionado al triciclo. Llevaba varios años pedaleando sin descanso. Así que cuando tuve delante la fabulosa BH azul, sin ruedas laterales ni ningún otro signo de minoría de edad, me eché a la calle dispuesto a no malgastar ni un minuto más de mi vida.

Me propuse aprender a montar ese mismo día. Siempre fui bastante cabezota, un punto obsesivo. Cogía las cosas con una insistencia casi maníaca. Pero entonces no había psiquiatras infantiles ni nada por el estilo. Cuando me daba por contar baldosines o leer en voz alta matrículas de coches, mi madre se limitaba a esperar que me callara. O si la cosa pasaba de castaño oscuro, me daba un guantazo y asunto resuelto.

Así que la misma mañana de Reyes bajé a la calle con mi flamante bicicleta, dispuesto a no regresar hasta haber conseguido mantener el equilibrio. El día era plomizo y frío, un día de esos de Navidades en Madrid. Era pronto, no había gente en la calle. Fui al patio que había detrás de mi casa. Era un parque entre tres bloques de ladrillo. Estaba hecho de piedra. Había algo de jardín y una fuente en el centro que estaba siempre estropeada. Era un patio grande, un lugar semicerrado donde los niños de los tres bloques podíamos jugar al alcance de la mirada de nuestras madres. Desde la ventana de nuestra cocina, en efecto, se dominaba todo el parque, con su fuente seca en el centro, lo cual también era útil para nosotros, los chicos. Sabíamos de antemano si había gente para jugar al fútbol o no. Antes de bajar, sabíamos lo que nos aguardaba.

Pero aquella mañana todavía era pronto y no había nadie. Así que pude pasar unas cuantas horas solo, luchando con mi bicicleta. Nunca había estado practicando durante tanto tiempo. Alguna vez algún amigo me había dejado la suya un rato, pero era un engorro. Uno necesita tener su propia bicicleta para caerse todas las veces que sea necesario, para rayarla sin remordimientos, para sentir que uno no será un niño toda la vida.

Repetí la misma escena un millón de veces. Desde el lado izquierdo, como todos los diestros, cogía la bici por el manillar con las dos manos y, mediante el consabido gesto del empeine, desplazaba el pedal izquierdo hacia atrás dejando el otro a la altura indicada. La cadena sonaba como sólo suenan las cadenas nuevas, ésas que todavía no se han salido nunca. Entonces apoyaba todo el peso de mi pequeño cuerpo sobre el pedal derecho y zigzabeaba un par de veces antes de perder el equilibrio y caer. Un par de pedaladas, tres a los sumo: eso fue todo durante la mañana. No era mucho, tampoco estaba mal. Me fui familiarizando con las caídas y también con sus pedales. Eran blancos y tenían remates naranjas fluorescentes.

A media mañana mi madre me hizo un gesto desde la cocina para que subiese. Había que ir a misa. Fuimos todos: mi hermana, que todavía no había estrenado su BH, mi madre, con su mirada azul, mi padre y yo. Recuerdo bien la sonrisa de mi padre. Era la sonrisa de un mago feliz, ese tipo de gestos que sólo se ven en películas de cine mudo. Mi padre sonreía, íbamos a misa, yo creía en los Reyes.

Regresamos luego. Procuré comer deprisa para bajar lo antes posible.

—¿Puedo irme ya?

—¿No comes torrijas? —dijo mi padre.

—No me apetecen.

—Tu madre las ha hecho para el día de Reyes.

Me zampé dos y bajé de nuevo al patio de atrás. Debían ser las 4 o así. Repetí los mismos movimientos de la mañana. El pedal hacia atrás, el impulso y todo eso. Una y mil veces. Me caía, pero no importaba. Cada minuto iba progresando, lo sentía. Di cuatro pedaladas seguidas una vez. Conseguí que el manillar no se me torciera. Primero una pierna, luego la otra. Y en medio, un breve instante como suspendido en el aire. Ya lo tenía. Daba diez o doce pedaladas seguidas sin tocar el suelo. Y luego, más y más. Lo había logrado. Me sentí volar sobre el patio de piedra, alrededor de la fuente seca, ligero, veloz, independiente, mayor.

Y estaba yo en esos momentos de gloria cuando aparecieron ellos. Eran cinco chicos del parque, algo mayores que yo. Los conocía de vista, nunca había jugado con ellos. Se pusieron a jugar al fútbol. Golpeaban con fuerza el balón. Yo seguí a lo mío, dando vueltas con mi bici azul en mitad del parque. Uno de ellos, con la nariz aplastada y voz de adulto, me lo advirtió:

—Eh, tú, ¿no ves que estamos jugando?

—Lo siento —dije sin bajarme—, pero yo estoy montando en bicicleta, y además he llegado primero.

Seguro de mi respuesta, volví a pasar por el centro del patio, pero esta vez se me puso delante el de la nariz aplastada. Se quedó quieto, en mi camino, esperando que yo frenara o algo así. Pero no lo hice, y él se apartó en el último segundo.

Respiré profundo, la cosa se estaba poniendo tensa. Di una vuelta más y regresé. Lo contrario hubiera sido una cobardía, retirarse cuando uno va ganando. Pero esta vez el de la nariz aplastada cambió de táctica. En un primer momento se quedó quieto otra vez en mi camino. Pero mientras yo hice lo de antes, él no: se apartó ligeramente cuando pasé a su altura y me empujó de costado. Caído en el suelo, vi mi BH azul recién estrenada con el manillar vuelto del revés. Me puse en pie, disimulé el daño que me había hecho y le grité:

—¿Pero se puede saber qué haces, gilipollas?

—¿Gilipollas yo? Ahora te voy a romper la cara.

Eran cinco y no me importaría decir que entre todos me dieron una paliza, pero no fue así. El solo se bastó para darme una tunda de cuidado. Primero una torta limpia con la mano abierta y luego ya con el puño cerrado, varias veces. En el estómago, en la cara. Aquel chico sabía pegar.

Comencé a llorar, me llevé la mano a la boca y vi que estaba sangrando. Y en ese momento, cuando el de nariz aplastada parecía preguntarme si tenía bastante o quería seguir recibiendo, miré hacia arriba, hacia la ventana de mi cocina, en busca de auxilio materno.

Pero el que estaba, inmovil, viéndolo todo, era mi padre. Sentí un gran alivio por dentro. Lloré con rabia, cogí la bici y me fui para casa, arrastrando la bici por el manillar.

Según abrió la puerta mi padre, rompí a llorar de nuevo:

—¿Tú lo has visto, verdad, lo has visto? Yo estaba montando,... mira lo que me han hecho.

Yo quería que mi padre bajara conmigo, que nos diera a cada uno lo suyo: a mí la razón y a ellos su merecido. Pero no dijo nada. Me agarró y me llevó al cuarto de baño. Frente al espejo, dejó correr el agua y me lavó la cara con la esponja. Seguí llorando, pero ya sangraba menos. Seguí pidiéndole que hiciera algo, pero él continuó callado, limpiándome con agua.

Una vez terminada la cura, dejó de mirarme por el espejo y me giró la cabeza hacia él. Se puso entonces a peinarme con mucho esmero y, cuando terminó, me dijo:

—Vamos a ver, ¿qué estabas haciendo?

—Yo estaba montando en bicicleta y ellos llegaron más tarde y entonces me empujaron al suelo y...

—Basta. Has dicho que estabas montando en bicicleta, ¿no?

—Sí.

—Te has dado prisa, caramba.

Hice una medio sonrisa.

—Pues baja y monta en bicicleta.

La cuestión estaba zanjada. Podía haber lloriqueado un rato más, pero sabía de sobra que no hubiera valido de nada. Así que, asustado, sin comprender bien qué significaba aquello, bajé de nuevo al parque. Iba con los ojos rojos aún y recién peinado a raya.

Una vez en el patio, me puse a dar vueltas alrededor de la fuente seca. Al verme otra vez allí, los chicos se quedaron pasmados. El de la nariz aplastada me miró de reojo.

Pero no me molestaron más. No supe entonces por qué. Yo seguí dando vueltas con mi BH azul, y de vez en cuando miraba arriba, a la ventana de la cocina de mi casa, donde creí ver a mi padre, apoyado sobre el cristal.

No recuerdo más del día aquel de mi primer paseo en bicicleta. La última imagen me parece que es esa: mi padre apoyado en el cristal, algo borroso, distante, como si fuera un rey mago lejano.

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