Festín de amotinados (2000)

Contrariedad

Laure Recio

Cruzó la calle cuando el semáforo para peatones estaba parpadeando, a punto de cerrarse. Al pisar la acera, se fijó en el rótulo que decía “Gente dinámica - Empresa de Trabajo Temporal”. LLegó a la entrada del local. Pulsó el timbre. Pasados unos instantes, le abrieron la puerta. Una chica con minifalda le atendió.

Él se explicó brevemente señalando su carpeta y ella le contestó:

—Tendrás que esperar un poco. Puedes acomodarte ahí —Le indicó una pequeña sala donde sólo quedaban dos sillas libres. Se sentó en una de ellas. Casi todos los que estaban allí, eran como él, entre 20 y 30 años.

Pasaron los minutos. Lentamente, iban llamando uno a uno. El muchacho que estaba a su derecha leía 100% Fútbol, una publicación que había aparecido hacía poco más de un mes. En perpendicular hacia ese mismo lado, una chica ojeaba el último número de Cuéntamelo todo, una revista con declaraciones de diversos personajes: cantantes, actores y actrices, modelos de pasarela, etc. Todos aportaban revelaciones morbosas sobre sus maridos, novias, ex-esposas, amantes, hermanos y otros parentescos. De frente, había alguien que tenía en sus manos El imparcial. Intentó leer la primera página, pero el grado de inclinación del papel no permitía captar los titulares. Tan sólo se podía percibir “Los agentes sociales” y “Flexibilizar”.

Se oyó enunciar un nombre. El dueño del periódico cerró y dobló éste por la mitad y salió del cuarto. No fue posible averiguar el resto del titular.

Gradualmente, más sillas fueron quedando libres, pues pocas personas iban llegando ya. Tres cuartos de hora después, la chica de la minifalda dejó oír su voz de nuevo: ¿Julio Maldonado Orozco?

Julio se levantó, golpeando con su carpeta accidentamente las páginas de 100% Fútbol. Le pidió disculpas al chico que lo estaba leyendo, quien no pareció molestarse.

Acompañó a la recepcionista. Ella le llevó hasta la puerta de un despacho, el cual tenía más o menos las mismas dimensiones de la sala que acababa de abandonar, pero a diferencia de ésta, tenía luz proveniente de la calle. Unas cortinas blancas difuminaban la luz. Cubrían un ventanal que ocupaba casi toda la pared, en el lateral izquierdo. De frente, había una mesa de madera. Tras ella, un hombre de unos 40 años, con traje y corbata:

—Pasa y siéntate —le dijo.

—Gracias.

—¿Has traído el impreso de solicitud y los demás papeles?

Julio se los entregó. El hombre de la corbata examinó los documentos.

—Te falta una fotografía.

—Nadie me dijo nada —contestó Julio.

—Es necesaria para cumplimentar tu solicitud.

—Pero es que no me va a dar tiempo. Hoy es sábado y cerráis a las dos. Queda menos de una hora...

—Si las haces en el acto, no tendrás problema. Además, no es necesario que esperes. Le entregas todo a Marisa, la administrativa. No te preocupes, conseguirás tu empleo.

—De acuerdo —respondió.

Su cara tenía una leve expresión de fastidio. Se despidió y salió del local. Buscó una tienda de fotografía. Encontró una, pero no hacían fotos tipo carnet. En otra le dijeron que enviaban los negativos a un laboratorio y se demorarían al menos dos días. Al fin encontró una máquina, un fotomatón. Había dos personas esperando. Diez minutos después se sentó en el taburete. Se dio prisa en terminar.

Esperó fuera, de pie. Las dos personas que le precedían recogieron sus tiras de fotos. De repente, surgió una nueva tira. Se acercó a cogerla, pero se paró a medio paso al ver dos rostros en las fotos. Eran de una pareja de adolescentes que había llegado después. Por unos instantes, se quedó contrariado.

—¿No salen las tuyas? —le preguntaron los quinceañeros.

—No, y no lo entiendo.

—Hay un número de teléfono dentro para reclamaciones —le recordó la chica.

Julio se lo agradeció. Ellos se fueron mientras él se volvía a sentar en el taburete. Buscó en sus bolsillos, pero no le quedaban monedas suficientes para intentarlo otra vez. Anotó el número. El prefijo era de Barcelona. Fue rápidamente hacia un teléfono público. Introdujo la tarjeta y marcó las cifras. Consiguió hablar con alguien. Expuso su problema, y tras una corta espera, le proporcionaron el nombre de un conserje en el número 58 de la misma calle donde él se encontraba. Después de colgar, salió disparado, olvidándose de recuperar la tarjeta telefónica. Se dio cuenta de que estaba en el lado de los impares. Intentó pasar a la acera de enfrente, pero tuvo que detenerse en el centro de la calzada. Casi le rozó la cara el retrovisor de una furgoneta. Finalmente pudo llegar al otro lado. Encontró el portal indicado. Allí estaba un hombre de poca estatura, calvo, de unos sesenta años.

—¿Es usted Benito Quintanilla? —Al ver un gesto de asentimiento, le explicó lo sucedido. El hombre le comentó:

—Pues has tenido suerte, chaval. Estaba a punto de irme.

Se dirigieron al fotomatón. Al situarse frente a él, el portero del 58 buscó entre un manojo de llaves de diferentes tipos y tamaños. Escogió una de las pequeñas. Abrió un panel. Vieron dos tiras de fotografías entre los mecanismos del aparato. En una de las tiras se reconocía a Julio y en la otra estaban los cuatro pequeños retratos de un individuo con bigote. Benito Quintanilla, entregó sus fotos tipo carnet a Julio. Él le dio las gracias, le saludó con la mano brevemente y se fue corriendo de vuelta a la oficina donde había estado esperando antes. Pulsó el timbre varias veces. Nadie acudió. En un cartelito se veía claramente la palabra “Cerrado”. Miró su reloj. Eran las catorce horas, seis minutos. Apoyó las manos en el cristal en lo que parecía un gesto de desesperación. Dio una patada y un puñetazo a la puerta. Al instante se disparó el zumbido de la alarma. Julio tardó un poco en reaccionar y escapó calle abajo.

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