Festín de amotinados (2000) |
La oficina está cerrada, vuelva usted mañana |
Germán Redondo |
a Mariano José de Larra
Hoy me he levantado temprano; el despertador ha sonado a la nueve de la mañana. Ayer recibí una carta en la que se me aconsejaba presentarme en el ayuntamiento antes de las doce de la mañana del día veinticinco con el fin de solucionar algunos asuntos referentes al empadronamiento e identidad del ciudadano. Tras leer detenidamente la carta me sentí como uno de esos traidores que esperan impacientes ser juzgados por el Don de la familia. No sin cierto temor a que algún sicario contratado me obligase a introducirme en un Mercedes negro, me encaminé pues hasta la parada del autobús que me conduciría hasta la sede de los funcionarios autómatas y las salas de espera repletas de ceniceros desfasados. Ya en la entrada del edificio, me dirigí hasta una mesa robusta flanqueada por dos policías en la que se podía ver un letrerito metálico con un par de letras minuciosamente grabadas en uno de sus lados. ¿Qué quiere decir esto? pregunté educadamente a uno de los policías. ¿Qué pasa, que todavía es usted analfabeto? replicó el guardia. Perdone usted mi ignorancia, pero es que no comprendo la relación que existe entre esas dos letras. contesté yo sin faltar al respeto. Pues hombre, está claro, son las siglas de Recepción General. Aclarada mi duda y no tanto mi perplejidad ante aquel código de signos, volví a llamar la atención del funcionario: ¿Me podría usted indicar donde está la oficina de empadronamiento, por favor? Por supuesto, infórmese en Información. Allí le informarán dijo entonces el guardia entre algunas carcajadas mudas. Tal y como me había dicho el agente, me dirigí hasta una garita excavada en una pared sucia y achinchetada desde la que salía por un vano amarillento un fuerte olor a tabaco negro y a tinta de máquina de escribir antigua. Hola, muy buenos días, vengo a ver si usted puede indicarme dónde está la oficina de empadronamiento dije a una mujer gorda y peluda que yacía inerte sobre un sillón raído. Pregunte usted en censo, allí le darán unos impresos pronunció la señora entre toses y quejidos. La oficina de censo se encontraba situada al final de un largo y estrecho pasillo que comenzaba donde terminaba la cola del vestíbulo. ¿De modo que quiere usted empadronarse? me preguntó una mujer aparentemente joven que no paraba de teclear en una máquina de escribir electrónica. Sí, bueno, mire usted, ayer recibí una carta y... Ahí tiene usted los impresos; vaya a rellenarlos a la oficina de documentación contestó al instante la señorita Pues bien, después de releer el folletín con las propuestas electorales para la nueva legislatura que algunos chavales afiliados al partido en candidatura me ofrecieron en la sala de espera, pude al fin entrar en la citada oficina de documentación. Allí me ordenaron rellenar una serie de papeles en los que, una vez firmados y sellados por el encargado de firmas y sellos oficiales, un grupo de funcionarios situado en uno de los márgenes de la sala se encargaba de decorar con una especie de esmalte blanco y espeso que todos los trabajadores tenían sobre sus mesas. Ya está todo correcto. Entre en aquella puerta del fondo, es la oficina de empadronamiento. Con la seguridad y orgullo de un general romano victorioso en la batalla, me dirigí entonces hasta el filo de la puerta. De repente, un anciano consumido de manos macilentas y traje impecablemente enlutado se giró desde un sillón de piel para mirarme directamente a los ojos y pronunciar con voz menguante: La oficina está cerrada, vuelva usted mañana. |
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