Festín de amotinados (2000)

El vértigo del impulso

Enrique Riaza

A Ángeles L. Vime y Enrique Páez



El hombre se encontraba en aquellos momentos inmerso en el asunto sobre el cual escribía. Los trazos narrativos sobre el lienzo de la trama, poco a poco, iban configurándose. El hombre alzó la vista para mirar fijamente la ventana, como si intentara descifrar los secretos que a esa hora de la tarde revelaba la luz del día a través de sus matices. Las facciones de aquel rostro se fueron añadiendo, línea a línea, al mismo cúmulo de gestos que alguien mientras lee a veces imagina. Bajo el haz de luz artificial que el flexo proyectaba encima de la mesa, la pulsión sin tregua de sus manos escribieron:

“Conrad, a menudo, se entretenía en imaginar el tipo de postura que adoptaría su cuerpo, cuando este quedara reventado y yacente sobre el asfalto de la calle, una vez se hubiera lanzado previamente al vacío; o también, y no sin cierto horror, en el supuesto poco probable, dada la altura del edificio, pero a fin de cuentas posible, de no alcanzar en el instante prefijado esa muerte súbita largamente deseada, y en tal caso, en la clase de agonía que el acto del suicidio en sí le tendría reservado. Desde los confines más recónditos de la vigilia, hasta los extremos más oscuros de la noche, así como a ambos lados de una cama en otros tiempos compartida, la misma pesadilla de siempre bordeando los límites del sueño...

‘Después de cientos de carnavales vividos en primera persona y con la apariencia compartidos, Conrad comenzaba a no reconocerse como tal, siempre parapetado tras de una imagen irreal, siempre disfrazado de sí mismo. Constataba, día a día, la frágil condición del ser humano que había en él pero ¡cómo permanecer al margen de las limitaciones que la existencia le imponía! Y pensar, como él pensaba, que en esos límites residía su única fuerza.

‘Segundos antes de saltar por la ventana, para enfrentar su última voluntad al vértigo del impulso que suele acompañar en su descenso a la caída, tantas veces en sueños ensayada, Conrad tuvo la certidumbre de ser igual a ese mismo Dios que, en algún momento de inspiración o de duda, de piedad o de tristeza, le había creado a imagen y semejanza de su propia inexistencia.”

El hombre dejó de escribir y encendió con pulso tembloroso un cigarrillo. Las contraventanas golpearon en ese momento con estruendo la fachada exterior del edificio. Al parecer, en la calle, el viento había comenzado a desplegar la fuerza de sus alas. El humo, expulsado en forma de ingrávidas volutas ascendía con lentitud hacia el techo, para expandirse luego en las alturas abandonando su anterior aspecto de aire disfrazado.

Al cabo de un rato el hombre se acercó hasta la ventana, y tras apartar las cortinas con las manos apoyó su frente en el cristal. El contacto frío del vidrio con la piel logró distender en parte la rigidez de su semblante. Intentó atisbar en un principio, y sin apenas darse cuenta, el exterior a través del vaho adherido por su aliento en el cristal; luego, al reparar en la neblina que se había condensado ante sus ojos, recobrándose al punto, despejó con un movimiento rotatorio de su antebrazo derecho la zona empañada. En lo alto de la tarde las nubes pasaban celéricas espoleadas por el viento, como pegasos desbocados en plena estampida por las praderas del cielo. Al frente, en los aledaños colindantes del Parque de los Sueños, las turbulencias del viento construían espirales extrañas en el aire con la hojarasca desprendida de los árboles. Las calles de Flavia se extendían en la penumbra crepuscular hacia la línea divisoria de un horizonte que, en aquellos momentos iba extinguiendo su luz en la distancia. Abajo, en la Avenida de Chelo Morales, por las aceras se desplazaban algunos transeúntes al tiempo que oponían a la ventisca la tenacidad de sus cuerpos encorvados.

De pronto sonó el timbre de la puerta de entrada. Tras unos instantes de vacilación, el hombre salió del cuarto para ir a desembocar a un pasillo interior con recodo, desde el que se podía acceder al resto de las piezas del inmueble, y en cuyo extremo se hallaba la puerta principal. Mientras pulsaba el interruptor de la luz volvió a insistir el timbre.

Cuando el hombre por fin abrió la puerta, ante el umbral apareció una joven de pelo rojo y en punta cuya sonrisa ratonil le preguntó en ese momento

—¿Es usted?... —dudando se aproximó un papelito a los ojos, tenía las uñas pintadas de negro— ¡Sí, aquí viene! —deletreó a continuación con dificultad— Lucifer Dos, ¿autos?

—Dosantos, Lucifer —contestó él, con cierta tonalidad docente en su voz.

—¡Ah bien, pues será eso! —acotó con desparpajo la chica prosiguiendo—. Verá, soy Milena Milenios y me han pasado un aviso de la agencia de misceláneos Tras para un servicio a domicilio, y aquí me tiene...

—Sí, ayer mismo hice el encargo. Gracias por la rapidez. Pero, pase por favor señorita Milenios —Al entrar la muchacha, Lucifer reparó en el pequeño maletín que ella portaba en su mano izquierda.

—¿Dónde va a ser? —inquirió Milena mirando a su alrededor.

Con el torso desnudo y sentado a horcajadas sobre el taburete de la biblioteca, Lucifer se dejaba hacer el diseño que las manos de la chica iban configurando con la máquina a través de su piel. Un olor penetrante de tinta al descubierto impregnaba con su densidad el aire de la estancia. Al runruneo que la máquina producía a sus espaldas, iban a entreverarse los ecos intermitentes y lejanos de los ruidos de sirenas y de cláxones que emitían los coches a su paso por la calle. El dolor suponía para el hombre una molestia apenas superable. Sufría en silencio el trazado longitudinal en ocasiones, giratorio en otras, de la aguja punzándole la epidermis como una especie de penitencia ya asumida de antemano. De improviso la noche, en forma de gotas de lluvia, empezó a repiquetear en los cristales de la ventana, al envés de las ráfagas de aquel viento pertinaz que azotaba en cada esquina.

—¡Qué pasada de tiempo! —Oyó decir a la chica detrás de él.

Cuando horas más tarde Milena consideró acabado el tatuaje, y Lucifer pudo contemplar por medio de dos espejos superpuestos el trabajo realizado en su piel, un leve gesto de satisfacción invadió entonces su semblante. Dos alas de una belleza indescriptible cubrían ambos lados de su espalda, desde la parte superior de los omóplatos hasta la culminación de la zona lumbar en sentido descendente.

—Con eso ahí atrás, ya puede volar en cuanto lo desee ¿No le parece? —le soltó la chica entre risas.

—Desde luego, y no tardando mucho —respondió Lucifer con gesto serio mientras introducía su mano en uno de los bolsillos de los pantalones.

—¡Oiga, esto es mucho más de lo que!... —exclamó sorprendida Milena al terminar de contar el dinero.

—No se preocupe, ha hecho un buen trabajo —atajó Lucifer.

—Disculpe, ¿podría pasar al servicio antes de irme?

Saliendo al pasillo Lucifer indicó a la chica la puerta correspondiente. Una vez en el interior del cuarto de baño, Milena se lavó primero las manos, y luego se acuclilló con ambos pies encima de la taza. Desde esa postura giró la cabeza para mirar a su alrededor: Algo atrajo su atención. Se trataba de uno de los azulejos azul turquesa que revestían la pared lateral situada a su izquierda. Allí, cerca de sus ojos, en el relieve de aquella plaqueta pudo leer en caracteres góticos la siguiente inscripción: “Toda obra existente se complementa con la otra parte de sí misma no creada”

“¡Joder, qué fuerte! Le debe servir para inspirarse mientras hace sus necesidades”, comentó para sus adentros un tanto perpleja la chica. Algo de repente pareció iluminarse en su interior. Se incorporó del inodoro ajustándose precipitadamente las prendas, recogió su bolso del suelo y anduvo revolviendo durante un rato en su interior. Al cabo, extrajo la barra de labios y con ella en la mano se aproximó al azulejo. Luego de pintarrajear en este, reculó de espaldas apartándose lo suficiente como para poder contemplar su obra en la distancia. Satisfecha, recitó en voz alta lo escrito:

—Trepa que te trepa el demonio por la chepa.

En la calle, algunas sombras fueron congregándose en esos momentos alrededor del cuerpo sin vida de Lucifer, mientras el horror colectivo iba dando forma al epílogo de aquel vuelo luctuoso.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro