Festín de amotinados (2000)

Los domingos de Rigoberto García

 Maryta Berenguer

—¡No hay peor cosa que un domingo a la tarde! —dijo en voz alta Rigoberto García, dando la séptima vuelta por su monoambiente de tres por cuatro. Ese día su soledad le pesaba más que nunca. Era su cumpleaños, pero ni él se acordaba. De pronto el sonido del portero eléctrico lo sobresaltó.

—¿Quién es? —preguntó mientras sostenía el pulsador del teléfono con un gesto esperanzado.

El silencio fue la respuesta. La inquietud lo embargaba a medida que recorría por la escalera los siete pisos que lo separaban de la planta baja. Un paquete alargado brillaba sobre el mostrador de la correspondencia. Acercándose observó una tarjeta que decía: “Para Rigoberto García, por un cumpleaños diferente”.

Si algo no esperaba Rigoberto era un regalo. No tenía familia, ni amigos, y sus compañeros de trabajo no sabían que era su cumpleaños.

“¿Quién habrá sido”, pensó mientras observaba ansiosamente el paquete. Lo abrió con manos nerviosas y bastante excitación.

—¡Un paraguas rojo! —exclamó alegremente.

Rigoberto tomó el paraguas, salió a la calle y aunque ésta se veía iluminada por un sol radiante, decidió llevar a pasear su regalo rojo.

Vivía en el centro de la ciudad. Los domingos la calle parecía un gran desierto de asfalto, custodiado por sólidas montañas de cemento. Rigoberto comenzó a caminar haciendo caso omiso de su ridícula figura, reflejándose con el paraguas en las soleadas vidrieras. Un negocio abierto le llamó la atención. Era una florería. Al acercarse, el dueño lo saludó sorprendido:

—Buenas tardes, señor.

—Buenas tardes —contestó tímidamente Rigoberto.

—¿Qué desea?

—Nada —contestó Rigoberto.

El hombre se encogió de hombros y continuó lustrando las hojas tornasoladas de una inmensa planta de plástico.

—¡Eh!, señor... —dijo Rigoberto, acercándose—. ¿Por qué en vez de cuidar esa planta de plástico, no riega esta cretona que tiene sus hojas moribundas.

El hombre giró observando despectivamente el lugar y replicó:

—Porque con dos hojas de mala muerte nadie puede pensar en comprar una planta.

Rigoberto se acercó lentamente a la planta de cretona y creyó percibir algo que lo obligaba a insistir.

—Pero... usted tendría que considerar que esta es “verdadera” y la que usted cuida y lustra es de plástico.

El hombre resopló y señalando a la pequeña cretona con un dedo tembloroso de furia exclamó:

—¡Oiga! Si le interesa tanto ¿por qué no la compra y se la lleva?

Rigoberto pensó que en sus bolsillos solamente podía encontrar un viejo boleto de colectivo y las llaves de su departamento.

—No tengo dinero —murmuró con tristeza y resignación.

—¡Ja! No tiene dinero. Entonces m´hijito cállese la boca y... ¡váyase!

La cara de Rigoberto se tiñó de impotencia.

—Pobre cretona —pensó en voz alta; y comenzó a caminar muy despacio aferrado a su paraguas rojo. El sol parecía derretir su figura a medida que se alejaba. De repente, un ¡toc-toc! rompió el silencio de la tarde. Rigoberto giró pero no vio nada. El toc-toc lo obligó a mirar hacia abajo. Con gran sorpresa vio a la planta de cretona frente a él.

—¿Qué hacés aquí? —le preguntó Rigoberto.

La plantita se apretó a sus piernas y susurró:

—Escuché lo que le dijiste al florista, y decidí seguirte porque pienso que podemos ser buenos amigos.

Rigoberto no podía creer lo que estaba viendo.

“¡Qué domingo!”, pensó, y acercando su mano libre a la cretona le dijo:

—Mirá, Cretona, yo creo que me pasaron demasiadas cosas durante este día. El paraguas rojo, el malhumor del dueño de la florería, la vergüenza de no tener “un peso” y ahora vos, “planta marchita que habla”, quiere ser mi amiga. ¡Debo de estar soñando!

—No, no estás soñando. Soy una planta que habla porque necesito comunicarme con alguien que me quiera. ¿No querés llevarme a vivir con vos? —le preguntó esperanzada.

—¿Conmigo? —exclamó Rigoberto.

—¡Sí! —gritó la cretona moviendo sus hojas—. Te prometo que no te voy a molestar para nada.

Ambos quedaron un momento en silencio, mirándose. Después la planta, moviendo alegremente sus hojas, agregó:

—Además gasto poco. Apenas un vaso de agua por día.

Rigoberto la miró, recorrió suavemente el borde de sus marchitas hojas, sonrió y dijo:

—¡Vamos!

Ahora eran dos los que se derretían bajo el sol. El primer regalo que Rigoberto le hizo a su nueva amiga fue un vaso de agua fresca y cristalina.

La semana pasó con días y horas iguales. Rigoberto ya no estaba solo. Ahora tenía el rojo de su paraguas y el verde saludo de su cretona.

Llegó el domingo. Al levantarse miró por la única ventana de su departamento. El sol se apretaba contra el vidrio. Rigoberto abrió la ventana, tomó su paraguas rojo, miró a la cretona y dijo con una sonrisa:

—Vení, Creto, ¡nos vamos de viaje!

Cretona pegó un salto y se acurrucó entre los brazos de Rigoberto y el paraguas. La tarde de ese día descubrió un nuevo cielo. Flotando alto, muy alto, la figura de Rigoberto García se dibujó envuelta en una nube roja y verde volando en un domingo diferente.

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