Festín de amotinados (2000)

La búsqueda de Risoto

 Maryta Berenguer

Una tardecita amarilla de otoño, Risoto llegó al barrio con una mochila al hombro y una sonrisa en sus labios. Las hormigas, que en ese momento estaban muy ocupadas almacenando comida para el invierno, lo miraron indiferentes. Los grillos, que en ese momento estaban muy ocupados por conseguir un refugio cálido para pasar el invierno, lo miraron indiferentes. Los bichos bolita, que en ese momento se aprestaban a dormir todo el frío, no lo miraron indiferentes, porque no lo vieron.

El único que lo vio fue Picapoco, el mosquito. Risoto caminaba silbando un tanguito, sin apuro, mientras miraba de un lado al otro.

—Lindo barrio, ¡eh! —pensó en voz alta.

—Y... sí. Más o menos. Vivir, se vive —le contestó Picapoco, mirándolo intrigado.

—Bueno —le dijo Risoto al mosquito—, si se puede vivir es bastante, porque de donde yo vengo no se vive nada, absolutamente nada.

—¿Por qué?, ¿todo está muy caro? —preguntó el mosquito.

—No. No es eso. Yo vengo de un baldío, uno de los últimos que quedaban, creo. Viví allí mucho tiempo, pero pocos días atrás llegaron hombres cubiertos con cascos y uniformes azules, clausuraron el terreno con una empalizada de madera y luego, con sus enormes máquinas, abrieron la tierra. Poco a poco el baldío se convirtió en un pozo profundo.

—¿Y entonces? —preguntó el mosquito, interesado por la historia.

—Entonces —siguió Risoto— todos los que vivíamos allí tuvimos que mudarnos. Y aquí me tiene, amigo mosquito, buscando un lugar para pasar el invierno. A propósito ¿usted no sabe si hay algún baldío en alquiler en este barrio?

—¿En alquiler? —repitió el mosquito cruzando las antenas— Mm... diga, amigo..., usted... ¿trabaja?, ¿tiene buena garantía?, ¿paga sus impuestos?

—Vea, señor mosquito, yo trabajo de mochilero —dijo Risoto dejando su mochila en el suelo.

—¿Mochilero? ¡Ah, no! Los mochileros en este barrio seguro que no consiguen nada.

—¿Por qué? —preguntó desconcertado Risoto.

—Porque los hombres dicen que ustedes, los mochileros, son todos unos vagos que no trabajan, no se bañan, tienen barba, en una palabra, no inspiran confianza.

—¿Eso dicen? —preguntó el mochilero pensativo—. Mire, señor mosquito...

—Me llamo Picapoco.

—Escuche bien, Picapoco, lo que le voy a decir. Yo puedo bailar aunque no suene la música. Soplar las estrellas cuando de pronto les da sueño y se apagan. Tocar el violín para que florezca el jardín. Sé recitar como el poeta: Mariposa del aire / qué hermosa eres, / mariposa del aire, / dorada y verde... y como si fuera poco, me baño siempre... que llueve.

—A mí todo eso me parece bien, pero aquí le puedo asegurar, señor...

—Risoto.

—...señor Risoto, que los mochileros en este barrio no son bien vistos.

—Entonces... ¿qué hago? —se preguntó Risoto compungido sonándose la nariz—. ¿Dónde puedo ir, si aquí ya no quedan más baldíos?

—¡Qué macana, che! —exclamó Picapoco revoloteando alrededor de su nuevo amigo— yo también estoy por mudarme. Si quiere lo llevo.

—¿Por qué quiere irse?

—Sencillito. El Sindicato de Mosquitos me acaba de expulsar. Dicen que mi costumbre de picar uvas, y no humanos, rompe con nuestras tradiciones. Cuestiones de sangre que no las entiendo. Por eso debo irme a otro lugar que preferiblemente tenga dulces racimos de uvas.

A Risoto se le iluminó la nariz, pegó un salto, acomodó su mochila y con voz verde esperanza dijo:

—Estoy listo, ¡vamos!

Y allá se fueron volando el mosquito Picapoco y el mochilero Risoto. Dicen que todavía se los puede ver sobrevolando baldíos en busca de uvas maduradas al sol.

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