Festín de amotinados (2000)

Abrir la ventana

César Rodríguez Casado

A mis sobrinos Mario, Sofía y Luna



—Paula, ¿no vas a salir? Es sábado —me dijo mi madre mientras colocaba algunos vaqueros en las perchas de mi armario. —Tengo un examen de inglés la semana que viene —comenté agobiada al tiempo que repasaba el libro amarillo de gramática—. Siempre lo dejo para el final.

—Si lo llevas bien —repuso mi madre al mirar la lista de verbos irregulares colgada con chinchetas en un corcho a continuación de un calendario.

A través de la puerta entornada, veía a mi madre abrir el frigorífico y coger la tarrina de mantequilla. En seguida recogió un cuchillo de la pila. Lo limpió con agua del grifo y lo secó con un trapo donde había pintadas fresas y limones. Untó la mantequilla en tres galletas y después las cubrió con otras tres. Las colocó alrededor del vaso de café sobre un plato y sacó a continuación un paquete de galletas de chocolate de un armario encima del lavavajillas. Retiró el precinto del envase y extrajo del interior varias galletas de forma circular con chocolate dentro.

—A merendar, Paula, ya son las seis —anunció mi madre acercándome el plato surtido de galletas.

Busqué el reloj de pulsera de números romanos entre los folios desordenados que se extendían sobre la superficie de cristal de la mesa. Barrí la esfera del reloj con la mirada y de pronto me pareció que las manillas rayaban la esfera al marcar las seis como la aguja de una jeringuilla abre un surco interno al penetrar en la piel, con la misma persistencia con que una excavadora municipal levanta la acera para cambiar las tuberías del gas. Luego puse el reloj al lado del tarro forrado con entradas de cine, lleno de rotuladores fluorescentes con los que subrayaba los apuntes y lapiceros con la mina afilada.

Yo mojaba las galletas con parsimonia como si quisiera dilatar el tiempo dedicado a la merienda y pensé, al tiempo que empapaba las galleta en el café con leche: “¿Por qué no tendré amigos?” Y de súbito abrí las dos hojas de aluminio de la ventana de mi habitación. Volqué la cabeza hacia afuera y vi enfrente de los columpios, sentados sobre el respaldo de un banco de madera a dos chavales en camiseta, playeras y pantalones cortos, y a una chica morena en medio con un vestido blanco de tirantes y unas botas probablemente Camper con cordones. Un vaso grande de plástico iba continuamente de unas manos a otras. La chica con pelo suelto y negro prendía los cigarrillos sin inhalar el humo ni la nicotina. Parecía mirar a sus amigos, como si grabara con una cámara de vídeo.

Saqué la cabeza de la calle con la impresión de haberla lavado con champú y agua templada en el baño. Cogí el diccionario Collins de la estantería y consulté el significado del verbo to chat y de las palabras cheerful, teenager, friendship, y comprobé que lo que decía el diccionario lo veía circular al otro lado de la ventana de mi cuarto: charlar, adolescente, alegre, amistad. Me extrañó que el diccionario hablara de aquellas piezas del vocabulario en diferentes páginas. Imaginé haberlas descubierto de pronto en aquel grupo de chavales que se hallaban en el jardín interior de mi casa. Imaginé que las palabras que busqué momentos antes en el diccionario estaban conectadas por su significado como los chavales del parque lo estaban por vínculos de afecto. Luego abandoné el diccionario en una balda de la estantería al lado de algunos libros en edición de bolsillo de Juan José Millás. Me moví hacia el salón donde encontré a mi madre sentada en una mecedora, ensimismada con su balanceo y cambiando el canal de la televisión continuamente por medio del mando a distancia.

—Mamá, vamos al cine —dije de sopetón—. A ver “Sobreviviré”, de Emma Suárez.

Me acerqué al equipo de música. Seleccione la canción Better days de Springsteen.Y al oírla tuve que ir de prisa a por el paquete de kleenex que estaban sobre la mesa de estudio de mi cuarto junto a mis gafas de montura niquelada.

—Pero vístete rápido —respondió mi madre.

Me quité los calcetines blancos gastados en el talón y el pantalón blanco con cordón en la cintura. Lo sustituí por un vaquero y una camisa blanca de manga corta con bolsillos grandes a ambos lados de la botonadura, y completé el conjunto con unos mocasines.

Mi madre eligió un traje de chaqueta color vainilla y unos zapatos con apenas tacón a juego.

Tomamos el metro. Viajamos por la línea 7 hasta que hicimos trasbordo al llegar a la estación de Canal. Enlazamos con la línea 2 y completamos el trayecto hasta Santo Domingo. Salimos de la boca de Metro. Cruzamos la calle con el muñeco verde del semáforo parpadeando. Me acerqué a la taquilla del cine Rialto y pedí dos localidades para la sesión de las 7:15. Al entregarme la taquillera las entradas, les di la vuelta instintivamente, y en el dorso aparecía dibujado en grande “2xl” sobre la imagen de una hamburguesa completa, con refresco y patatas fritas. Enseñé la entrada a mi madre y comentó mientras miraba las fotografías de la cartelera “así llegaremos a casa cenadas”. Entregué las entradas al acomodador y nos asignó dos butacas de la fila seis cerca de uno de los pasillos laterales de la sala.

—¿Te ha gustado? —preguntó mi madre dejando la funda de las gafas en el interior del bolso.

—Emma Suárez es muy natural actuando, el personaje parece ella misma —respondí tratando de contener las lágimas,

Me quité las gafas. Sequé los ojos con un kleenex, eché vaho a los crirtales de las gafas y los limpié con un extremo de la camisa blanca que saqué por fuera del pantalón vaquero. A continuación a modo de confidencia le dije a mi madre:

—Es bonito emocionarse, señal de que lo que vemos nos importa o nos hace pensar.

—Paula, hay que aprender a ser valiente como Emma Suárez. Ella se siente sola y lucha

En la acera de enfrente había un Burguer King. Escogimos dos hamburguesas de pollo, un armazón de cartón con patatas fritas, una fanta, una coca-cola y varios sobres de ketchup para esparcirlos sobre las patatas fritas.

—Mamá, no tengo amigos. Estoy harta de estar sola —le confirmé a mi madre, echando el ketchup en las patatas fritas,

Después, con una de las manos apoyada en la barbilla y el codo en contacto con la superficie negra de la mesa le pregunté:

—¿Qué se hace para tenerlos?

Entre tanto metí una pajita en el vaso de fanta y succioné con fruición para que el líquido me hidratara lo antes posible la garganta. Esperaba la contestación de mi madre con urgencia, pero con cierta inquietud también, como cuando sacas un mechero para recibir a Springsteen, pero estás segura, sin embargo, que su salida al escenario se aplazará de manera incomprensible.

—Paula, tienes que salir más, divertirle, hablar más con la gente de clase. Salir con tu madre está bien, pero...

—Mamá, parece sencillo, pero qué hago con la timidez —objeté.

—Hija, en casa se está bien, si hay algo que hacer.

Natalie, la pofesora de inglés, me dio el impreso del examen: Un folio de color amarillo. Sobre la línea de puntos de la parte superior de la hoja dejé mi nombre y mis apellidos. A continuación leí en las letras negras el tema de la redacción propuesta. Comenzaba con una pregunta: “What are you doing next weekend?”

Yo lo traduje despacio: “¿Qué vas a hacer el próximo fin de semana?” Y confié en la posibilidad de sacar por lo menos un cinco.

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