Festín de amotinados (2000)

Cielo y tierra

Antonio Rodríguez Menéndez

A mi padre, que

toreaba sin toro


El torero miraba cómo caía la tierra en el ataúd del amigo que le dio la alternativa y sonrió. Había muerto corneado por un toro llamado Ciego. Lloró una lágrima. Cuando sus ojos comenzaron a sonreír los ocultó con unas gafas negras. En el silencio de aquella mañana la caja de madera sonaba como si estuviese vacía al recibir el golpe de los palazos de tierra. Luego se oyeron sin entenderse las oraciones del albañil que se había quitado la gorra y doblaba el cuello para fingir dolor. Cuando todo el mundo se hubo marchado el espada se aseguró de que estaba solo y aplastó con el pie la tierra que cubría a su mentor.

En ese instante debajo de esa misma tierra un topo comenzó a abrir un túnel.

Una vez en el hotel se sentó en una silla mallorquina con la que siempre viajaba a pesar de ser un incordio porque decía que le daba suerte. Se descalzó, quitó algo de tierra que había quedado incrustada en el zapato derecho y se miró al espejo. En el cristal se reflejó la imagen de un hombre vestido de negro. Sus gafas ocultaban su mirada. Se las quitó. En aquellos ojos apareció una sonrisa. En ese mismo espejo había pegada una imagen de una virgen con una lágrima en cada ojo y varias espadas clavadas en el corazón. Descorrió las cortinas de terciopelo y miró a través de los cristales. Sintió el calor de los rayos de sol en la piel de su cara. Cerró los párpados y lo vio todo rojo. Seguía sonriendo. Aquella misma tarde toreaba. Con la muerte de su amigo ya no había nadie que le pudiese hacer sombra. Lo tenía todo por delante.

Mientras tanto el topo arañaba la tierra.

Comió algo en la misma habitación. Desde la esquina donde acababa de comer, todavía sentado a la mesa, recorrió con la vista el cuarto para comprobar que todo estuviera en orden. Señalando con el dedo contó las imágenes religiosas que siempre llevaba con él. Lo hizo varias veces. Numeraba en voz alta. Nunca dejaba de contarlas cuando estaba en capilla. Entre estampas, escapularios, medallas y con el rosario de su abuela sumaban un total de veintinueve imágenes. Sonrió. Miró una foto en la que su madre le besaba segundos después de que le diera a luz.

El topo hincaba sus patas en la tierra y se dehacía a palazos de ella.

El torero cogió una postal. Era un Cristo de las Lágrimas. Al moverla el Cristo cerró los ojos. Luego la volvió a mover y apareció el mismo Cristo con los ojos abiertos y llenos de lágrimas. La movió con rapidez varias veces seguidas. “Ahora ve, ahora no ve; ahora ve, ahora no ve...”, se dijo y puso la postal en el lugar donde estaba. Dijo en voz alta que murió el único que le hacía sombra y que aquella sería una tarde de triunfo. Dijo: “Lo veo, lo veo”. También se dijo que debería ponerse serio pero que no podía evitar una sonrisa. Y dijo: “Lo siento, lo siento. Así es la vida. Ayer eras tú, hoy me toca a mí.” Y entonces sonrió abiertamente.

El hocico del topo se adelantaba a sus patas y uñas.

Poco después alguien muy sonriente entró en la habitación del torero. Portaba su traje de luces de color verde esperanza y una caja de piel donde guardaba la montera. Se quitó el sombrero y buscó dónde ponerlo. El diestro miró al recién llegado con el ceño fruncido y la respiración retenida. Sin dar las buenas tardes le increpó: “¿Qué vas a hacer?” Pero el hombre seguía sonriendo y sin mirarle dejó el traje sobre la silla mallorquina y posó la caja de piel en una silla tapizada de terciopelo a juego con el cortinaje. Se quedó con el sombrero en la mano, aunque finalmente lo guardó en el armario. El torero respiró y sonrió.

El topo continuaba arañando la tierra sin detenerse, como si tuviera prisa.

Se duchó durante algo más de media hora. Mientras se miraba en el espejo del baño después de haberlo limpiado varias veces porque se había llenado de vaho hizo el gesto de olerse. Buscó en una bolsa dentro de una maleta y sacó un bote que contenía esperma, resto de la masturbación de la noche anterior. Siempre hacía lo mismo: mojaba sus dedos corazón e índice y se untaba el pecho de semen. Apuró el bote y esparció lo que quedaba por las plantas de los pies y frotándose las manos mientras se repetía: “Hoy triunfo, hoy triunfo, hoy triunfo”.

Con urgencia el topo cavaba a la misma velocidad que un hámster corre por la noria de su jaula.

De nuevo en la habitación, el hombre del sombrero en el armario le dijo sonriendo: “Pareces un cirujano vistiéndote. ¡Qué precisión!” No tuvo que ayudarle. “Te bastas y te sobras”, le dijo. “Da gusto verte”. Cuando hubo terminado miró de nuevo sus imágenes. Una a una. Rezó. Abrió la caja de piel y cogió la montera. Le quitó una pelusa blanca que tenía en el lado de atrás. Hizo amago de lanzarla. Sonrió. El hombre del sombrero que ya lo había sacado del armario le imitó. No paraba de sonreír. Salieron.

El topo concentraba todas sus energías en socavar como si le persiguiera una jauría.

Un coche largo y negro como un túnel les trasladó a la plaza de toros a través del gentío. Al llegar la gente reconoció al diestro y comenzó a vitorearle. Él saludó y con su mano se quitó un pelo o algo parecido de la tela verde de su brazo derecho. Lucía un sol rotundo. Un panel publicitario exponía la imagen de un torero brindando la faena con unas gafas oscuras en las que se reflejaba un sol como el de esa tarde. Algunas personas comentaron el mal gusto del cartel “¡Un torero con traje de luces y gafas, aunque sean de sol!”, decían.

El topo arrancaba tierra a la tierra a uña de caballo.

Desde el callejón se oía el griterío de los aficionados. La reventa de entradas fue un negocio porque nadie quería perderse ese acontecimiento. El hombre del sombrero le comentaba a alguien: “Dedicará el primer toro a su amigo que en paz descanse, dijo mientras se quitaba el sombrero y se santiguaba. Mirará al cielo. Guardará silencio. Las gradas enmudecerán y le respetarán de por vida. La montera llegará hasta el Cielo. Su amigo y maestro, sentado a la derecha de la mismísima Santísima Trinidad le sonreirá y él quedará como un señor. ¡Por éstas!”, juró besándose la yema del pulgar. El que le acompañaba mordía un puro con los dientes, tenía la boca abierta y una sonrisa de oreja a oreja.

El topo clavaba sus uñas en la tierra amarilla y la desplazaba cada vez más deprisa, más deprisa.

Se dejó fotografiar con los otros espadas. Alguien recordó al torero que enterraron esa misma mañana. El diestro le miró fijamente. Luego retiró la mirada. El otro se dio cuenta y tosió. Hubo un Ave María rápido por él. Se persignaron y besaron el pulgar. Sonrieron expulsando aire. El diestro dejó de sonreír para ponerse solemne. Iban a salir a la plaza. Se ajustó la montera. Luego la agarró con fuerza como si la fuera a lanzar, pero no llegó a quitársela. Tuvo que ajustársela de nuevo. Suspiró. Pisó fuerte. Restregó la suela de sus zapatillas por la tierra para asegurarse de que no resbalaran.

En el silencio del túnel el topo luchaba con la tierra con uñas y dientes como si le fuera la vida en ello.

Hizo el paseíllo. Todo el mundo le observaba. Se hablaba de que sería una corrida única, decisiva, inolvidable. Un acontecimiento. Anunciaron al toro que irrumpió en la plaza. Era color tierra. Lo llamaron Terrenal. Se preparó el capote. Estiró el cuello. Respiró hondo. Sonrió. Se puso serio. Sonrió otra vez y volvió a ponerse solemne. Se ajustó la montera. Se dirigió al toro. La gente miraba algo distinto, “especial”, decía, que había en su mirada y sus pasos. Terrenal golpeaba la arena con su pata derecha. Luego lo hizo con la izquierda. El diestro pisó fuerte y restregó su calzado contra la tierra. Toreó con el capote “como nunca se había visto antes”, decían. Medias verónicas esculturales, soberbias. Hondas y pausadas, las chicuelinas. Estos y otros lances llenaron de contento al público que se puso en pie. Sabe lo que se hace, comentaba el hombre del sombrero al otro. Picador y banderillas no quitaban fuerza a Terrenal.

El topo arañaba, clavaba, hincaba, estoqueaba con sus uñas la tierra que ya no se le resistía.

El torero tomó la muleta y se dirigió al centro del ruedo. Con la diestra se quita la montera. Mira hacia arriba fijamente. Levanta su brazo derecho. Lo mantiene así unos segundos. El tendido contiene la respiración. Baja el brazo, dobla un poco sus rodillas y lanza con fuerza la montera hacia el cielo. Todo el mundo sigue su trayectoria. Se para en el aire y comienza a bajar. Todas las miradas pendientes del descenso. Cae correctamente. Gradería, cuadrilla y diestro respiran al unísono. Ahora mira a Terrenal, se dirige hacia él y le cita. El toro escarba la tierra con sus patas.

El topo escarba la tierra con sus patas. Sale a la superficie. Vuelca la montera.

El torero oye el grito de la gradería y se vuelve. Cierra sus ojos al ver la montera boca arriba. Terrenal embiste.

El topo no ve donde está. Es ciego.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro