Festín de amotinados (2000)

Sabino sudaba

Javier Sagarna

Para Ángel, que sé que le gusta



“Haría falta un milagro”, le habían dicho a Sabino el día que preguntó, balanceando sus más de ciento cincuenta kilos, si habría algún modo de dejar de sudar. Porque Sabino sudaba empapando las sábanas que su mujer cambiaba todos los días, sudaba con gruesos goterones que se deslizaban por sus mejillas fofas mientras ojeaba el diario en el asiento estrecho del cercanías, el plástico de su silla de chupatintas le pegaba la camisa a la espalda y salía del banco envuelto en un orín apestoso, ya muy de atardecida, para volver a encontrarse con los goterones en el tren y los jadeos de la sudorosa ascensión diaria hasta su sexto piso sin ascensor. Sobre todo, Sabino sudaba los sábados por la mañana mientras corría tras las pelotas que su amigo Ramón colocaba en las esquinas de la pista de squash.

Sabino sudaba frío aquel día después de la lipotimia, seguía sudando después de subir, más temprano y jadeante de lo habitual, hasta su sexto sin ascensor para encontrarse, entre las sábanas recién cambiadas de su propia cama, a su mujer desnuda en los brazos de Ramón. No dejó de sudar mientras abría el balcón y se encaramaba en la cornisa, ni mientras gritaba su desesperación a la multitud estremecida; sudaba cuando, ya en sus cabales, no pudo alcanzar la mano de aquel policía con aires de héroe y cuando la cornisa cedió bajo su peso y se precipitó al vacío como una gran pelota. Sin embargo, milagrosamente, en cuanto tomó contacto con el asfalto Sabino se quedó seco.

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