Festín de amotinados (2000)

Camino

Javier Sagarna

El hombre que inventó la bañera viajera se marcha a África. Se despide de nosotros con un abrazo, palmeándonos con fuerza las espaldas. Él es así, un hombretón afable, con alguna tendencia a la exageración y a la metáfora. Cruza el control de equipajes y todavía nos saluda con la mano antes de encaminarse al avión. Está pletórico.

—Volveré con el pájaro o sucumbiré —le oímos decir.

Y lo vemos alejarse hacia el destino incierto de los valientes.

Volverá con el pájaro o sucumbirá, no nos cabe duda, tenemos mil pruebas de su voluntad inquebrantable. Hace ya dos años desde que inventó la bañera viajera, cinco desde que lo dejó todo para inventar. No es, no ha sido nunca, un hombre ilustrado, él mismo lo reconoce, pero no se deja amilanar. Detrás de un gran invento está la vida eterna, dice siempre, y a fuerza de horas encerrado dentro su taller en estos años ha conseguido patentar media docena de trastos, nada muy impresionante. De hecho, ni siquiera la bañera viajera lo es. Pero es que inventar se le ha quedado pequeño y la intuición del gran pájaro desconocido, perdido en algún rincón de la sabana y que sólo él podrá descubrir, hace tiempo que le quita el sueño.

—Inventar es subir una montaña, pero descubrir es escalar sin oxígeno el Everest —ha dicho camino del aeropuerto como si necesitara convencernos, precisamente a nosotros, de que detrás de su pájaro le aguarda la vida eterna.

En los meses siguientes nos llegan algunas cartas. La vida en África es dura aunque, nos dice, la civilización ha hecho presa ya en ese continente. Lo han desvirgado, matiza, pero no duda que su pájaro le está esperando en algún lugar ignoto de esa geografía. Come hormigas, enfrenta leones, sobrevive milagrosamente a la picadura de una mamba y al fin nos anuncia su regreso. Los bocetos del pájaro que le acompaña nos dejan sorprendidos, pero sabemos que no es un gran dibujante y preferimos esperar. Una tarde se nos presenta en la tienda.

—Está ahí fuera —anuncia.

Salimos en tumulto y lo que vemos nos deja sin habla. El pájaro es enorme, apenas cabe dentro de la jaula. El pájaro es inevitablemente un avestruz. Hinchado de orgullo, el hombre sonríe a su lado.

—¿Qué? —dice—, ¿no os parece impresionante?

El hombre termina aquella noche llorando, tendido sobre la sucia mesa de una taberna. No encontramos palabras para consolarle. A su lado el avestruz devora las botellas vacías.

Sin embargo, se recupera pronto. Ojea un par de tratados de ornitología y concluye que a estas alturas no queda ningún pájaro decente por descubrir. Hace acto de contrición: la naturaleza sólo se revela ante quién le hurga en las entrañas. La química, proclama, es la nueva frontera. Inevitablemente el avestruz acaba en manos de un carnicero.

Pleno de entusiasmo, el hombre arrumba sus herramientas y convierte en laboratorio su viejo taller. Desaparece casi. Muy de tarde en tarde se deja caer por la tienda apestando a fenol, los pantalones tiznados de rosa de genciana. La felicidad es esto, nos dice a veces mientras se guarda el cambio, caminar despacio hacia el objetivo, subir la escalera peldaño a peldaño y arriba del todo, esperando, la vida eterna. Algunas noches se escuchan pequeñas explosiones procedentes de su casa y un humo blanco escapa por los cristales rotos. Así transcurren dos años, tal vez más.

Por fin una tarde nos manda llamar. Nos muestra su laboratorio, los alambiques sucios, los matraces de cristal rayado, el centenar de botes de reactivos de nombres polisílabos. Huele a podredumbre tanto como a formol, a cartones, a raticida, a noche de fiesta mayor sobre todo. Encima de la mesa, envuelto en un pañuelo blanco, descansa su descubrimiento. Nos lo muestra con ceremonia, seguro de impresionarnos.

Es un polvo oscuro, una mezcla estable de azufre y clorato potásico, capaz de arder y de detonar si se le comprime. Una idea brillante, desgraciadamente tardía.

—Pólvora —decimos, no hay más remedio.

Ahora el hombre sí que parece hundirse. Querría dejarlo estar, nos dice, pero no puede. Malduerme durante el día y pasa las noches vagando por calles y tugurios, entre la niebla. Grande y ojeroso, muy pálido, envuelto hasta los tobillos en un abrigo gris parece surgido de una pesadilla infantil. A veces, cuando ya hemos cerrado la tienda y piensa que no lo miramos, echa con disimulo un puñado de matraces al contenedor de vidrio y una tarde el trapero se lleva todo lo demás. Y es que el hombre está cada día más delgado. Cuando viene a la tienda habla de astronomía, de los misterios que se esconden más allá de las estrellas, pero ya no exagera y sus metáforas languidecen huérfanas de inspiración.

—Algo descubriré —dice a veces, poco convencido—, sigo buscando.

Pensamos en regalarle un telescopio, tal vez para su cumpleaños.

Sin embargo llega la tarde en que el hombre parece un cadáver, apenas capaz de tenerse en pie al otro lado del mostrador. No habla así que forzamos una sonrisa y le preguntamos por sus descubrimientos, por el último, si es que lo hay. Nos mira con pena, desde lejos, como desde el otro lado de una eternidad inclemente. Luego se abre el abrigo, se desabrocha la camisa y en su pecho nos señala un bulto del tamaño de un puño que crece sobre su corazón.

—Es cáncer —nos dice.

Y eso nos impresiona. Nos impresiona de verdad.

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