Festín de amotinados (2000)

Ángel

Miguel Salmerón

A Winnie, y a toda esa gente que nos regala su sonrisa cada día.

Y a Nacho, por reconocer su ángel.


Todo el mundo debería tener un ángel. Un ángel que te recuerde que lo importante de la vida es vivir. Así dicho parece algo muy sencillo e incluso bastante tonto. Pero yo antes de conocer a mi ángel no lo tenía tan claro. Pensaba que la esencia de la vida era el sufrimiento. Y no es que ahora oiga violines cada vez que me levanto, porque por desgracia, sufrimiento sigue habiendo y mucho, sino que ya no creo que es más humano quien más lo acepta. Sufrir no es más que estar jodido.

Antes de conocer a mi ángel yo intentaba convertirme en otra figura bíblica: la del buen samaritano. Y eso que mis creencias religiosas no son muy profundas. La verdad es que me limito a otro tipo de creencias. Sin embargo no seré yo el que le quite el protagonismo que se merece a la religión. En un país como el nuestro, de gran tradición católica, quien más quien menos y de forma consciente o inconsciente, quiere encarnar algún personaje. Unos sin ser curas ofrecen sermones gratis. Otras se empeñan en ser vírgenes hasta Dios sabe cuándo. Un grupo muy numeroso vive con un eterno sentimiento de culpa, incluso sin haberse parado un momento a preguntarse de qué coño son culpables. Y luego otros como yo, preferimos la gilipollez de ser samaritanos. Y así me iba.

Abordaba a cualquier depresivo, borde o suicida en potencia. Había que salvarles. Y si el “agraciado” en cuestión tenía el pelo un poco largo, para hacer mi trabajo decidía enamorarme. Y claro, esto trae problemas. Cuando alguien se va para abajo, por mucho que le des la mano y tires, la gravedad es más fuerte: tú también caes en el abismo. Al principio el miedo te puede, pero después por mucho vértigo que te dé, acabas acostumbrándote. Sobre todo cuando quien te acompaña es la persona querida. Entonces el problema tiene difícil solución: o te das cuenta que no se puede salvar a quien no se deja o tienes la suerte de que aparezca un ángel.

En mi caso tuve demasiada. Primero entendí que ser samaritano a veces no sirve más que para perder el tiempo, y después llegó el ángel. Por supuesto no era un ángel bíblico. Tenía sexo; femenino, y ni siquiera ella sabía que era un ángel, porque este tipo de ángeles nunca saben que lo son. No tienen alas ni hacen milagros, por lo menos de los que se observan a simple vista. Sin embargo se les puede reconocer: saben sonreír de forma transparente. También gesticulan y se mueven mucho, como si estuviesen incómodos en su piel de adultos. Y es normal, porque en su alma guardan el secreto de los niños: mientras los demás miramos y sólo vemos la misma mierda de siempre, ellos saben verlo todo con ojos nuevos. Por eso es importante conocer a un ángel y mirarle a los ojos, por si se pega algo.

Pero si tenemos la suerte de descubrir uno, no debemos señalarle por la calle ni decirle que sabemos quién es, porque desaparecería el encanto. La magia de los ángeles es que enseñan sin darse cuenta. Ellos sólo viven. Igual que nosotros, beben vino, bailan, hablan, pero por encima de todo sonríen. Llegan un día y te sonríen, como me pasó a mí.

Mi ángel, como todos, vino de arriba. Pero no del cielo, sino del Norte. En ese momento yo todavía pensaba que lo humano era sufrir. No entendía por qué sonreía tanto. Sí, me gustaba su alegría, aunque me parecía demasiada, incluso algo obscena ante todo el sufrimiento que anda por ahí suelto. Sin embargo, poco a poco su magia empezó a actuar. Aunque algo tarde, porque cuando empecé a enamorarme de su alegría, mi ángel tuvo que regresar al Norte.

Desde entonces no he dejado de pensar en los ángeles. Creo haber averiguado que tienen el alma azul, de un azul más puro que el mar, pero todavía me queda mucho por aprender: no sé si nacen con la alegría en los genes ni si vuelven un día. Sólo sé que mi ángel me recordó que lo importante de la vida es vivir. Y que le echo mucho de menos.

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