Festín de amotinados (2000) |
Monarquía |
Miguel Salmerón |
A Pau y Pati
Y por supuesto a Juan Carlos (King Kong), el primero de los españoles. En estas fechas tan señaladas, la Reina y yo queremos desearos..., dijo el rey justo antes de levantar la mirada del discurso de Navidad. Después tiró los papeles y se levantó tan rápido de la butaca que el cámara tuvo que hacer un extraño movimiento para seguirle. ¡La Reina, sólo la Reina! Porque lo que soy yo, estoy harto de todo esto... Dimito, definitivamente dimito. Nada más decir esto la imagen se cortó para dar paso al poco tiempo a un programa de galas de Norma Duval. El rey se sintió tremendamente aliviado. Con la mano se secó las gotas de sudor que resbalaban por su calva. Por fin se había atrevido. No estaba hecho para ser rey. Lo supo desde el día que el dictador le nombró príncipe heredero. Pero lo que entonces imaginó era sólo la mínima parte del infierno que le tocaría vivir. Bastante duro fue tener que leerse la Constitución, un libro breve en apariencia, pero de una densidad insoportable: la bandera, las autonomías, el funcionamiento del Senado... Materias que para él no tenían ningún interés. Además el librito detallaba cuáles debían ser sus ocupaciones. Horrible. Aunque eso no había sido más que el principio. A medida que su prestigio fue aumentando, le reclamaban en más y más países. En cada uno de los viajes tenía que interesarse por las costumbres del lugar, probar los platos tradicionales. La visita a Japón resultó un infierno: logró disimular las arcadas que le daba el pescado crudo ofreciendo unos pases toreros. En Túnez un guiso de misteriosos ingredientes le provocó una diarrea que le dejó fuera de juego tres días. Y luego lo de tener que participar en el folklore con alegría disimulada. El resultado de montar un toro salvaje vestido de cowboy tejano fue tres costillas rotas. Pero nada como tener que tumbarse en una cama de clavos en la India, y encima sonreír con agradecimiento al personal para disfrazar el dolor. Una pesadilla. Los viajes se habían convertido en una auténtica pesadilla. Por eso y nada más que por eso intentó que el ejército se ocupase del país. Al fin y al cabo ellos estaban acostumbrados a viajar y a participar en batallas más complicadas. Sin embargo fracasaron por completo. Así que, después de pedir calma a todos los españoles, tuvo que seguir cumpliendo con sus obligaciones, que para él eran demasiadas. Y cuando alguien se atrevía a decirlo, la opinión pública le llamaba rojo y le acusaba de atacar a la Corona. Tantas oportunidades perdidas acabaron por convencerle de que debía ser él quien tomase las riendas personalmente. Los días previos al mensaje navideño de ese año estuvo muy nervioso. Los asesores le señalaban cómo debía hacerlo; en qué partes enfatizar más, y con qué gestos acompañar determinadas frases. Sin embargo, no prestó atención a ninguna de las indicaciones, porque en su mente sólo cabía convertirse en un español más. |
Haz clic aquí para imprimir este relato
|