Festín de amotinados (2000)

El rayo de oro

José San Leandro Ros

Aquella tarde decidí ir a esperar a Ana a la salida de su trabajo, aunque no me esperaba. Habíamos quedado para el día siguiente, pero ya no podía pasar un solo día sin verla. Después del almuerzo, nervioso pensando en ella, me fui casi sin darme cuenta al Retiro, justo a la zona que está frente al portal de su oficina. Era una tarde apacible de comienzo del otoño, con aire limpio y algunas nubes blancas, muy altas.

Me senté en un banco desde el que se dominaba el portal y el paso cebra por donde tendría que pasar al salir. Esperaba verla, ansiaba verla: la vi en mi imaginación con su pelo corto y la figura echada hacia delante y un poco girada a la izquierda. Cuando volví a tener contacto con ella, hacía unos meses, caminaba tan escorada que alguna vez que la había seguido a cierta distancia, sin que ella lo supiera, había sentido la angustia de que se pudiera caer. Ahora ya ese andar tan vencido no era tan pronunciado, se mantenía más erguida, como si se hubiera librado de un peso.

Las horas pasaban mientras yo me fijaba en quién salía del portal. Justo delante había una parada de autobús y recuerdo cómo mi atención subía cuando uno llegaba y me tapaba la visual del portal: después que se marchaba seguía a todos los que se movían en la acera, por si ella hubiera salido mientras estuvo parado. Ana se había transformado en una mujer de apariencia frágil, muy diferente de cuando la conocí. Pera esa aparente fragilidad escondía, en el fondo un carácter fuerte: “Desde los quince años no miento nunca”, me dijo un día, y creo que es así. Yo me enamoré de ella poco a poco y me fui enganchando a su sonrisa como un náufrago a una tabla.

Todavía tengo en mis labios el roce de sus labios carnosos cuando nos besamos por primera vez. Un beso que yo le pedí, desesperanzado de que me lo diera, y ella me dio por sorpresa.

Cayó la tarde y el cielo comenzó a tornarse rojizo, con rastros amarillos. La luz se hizo más escasa y el Sol se escondió detrás de los edificios del centro de Madrid. Entonces llegó el rayo. Duró unos instantes, apenas unos segundos. Era una luz que se coló por entre la maraña de fachadas y arboles, rebotó en el centro de un coche que estaba aparcado, iluminó la calle como un fogonazo y llegó a mis ojos. Era una luz amarillo-oro, cálida. Sentí que ese rayo estaba dirigido a mí y me hacía único. La posición del Sol, ya oculto, la rendija imposible entre las verticales de las fachadas de los edificios, aquel coche situado precisamente allí y yo, que también podía haber estado en cualquier otra parte, formaban una combinación única, irrepetible.

Seguí allí sentado en aquel banco, esperando que Ana saliese, pero llegó la noche y pensé que tal vez ella había salido ya y yo no la había visto. Y me marché. No la llamé por teléfono, no quería confesarle que había estado esperándola sin previo aviso. Al día siguiente cuando nos vimos, no le comenté nada.

Ahora que Ana no está conmigo, el recuerdo de su figura frágil, delgada, me lleva a aquél momento en que el rayo de oro me hizo sentir único. Como cuando ella me besaba.

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