Festín de amotinados (2000) |
El Café Ilustrado |
Beltrán Suárez de Góngora |
A Níobe, por todo lo que me ha ayudado
Don Lucio era un viejecito enjuto y consumido que se hundía en la silla del Café Ilustrado, desde donde iba tomando notas de lo que decían algunos de sus compañeros de tertulia, a la que solía acudir cada sobremesa, desde que le jubilaron, hacía tres años. Entonces él no supo encajarlo con la dignidad suficiente, y empezó a afirmar, con bastante amargura y resentimiento, con una sonrisa esbozada en el rostro, que había pasado a la reserva, ya que él dejó de trabajar pensando que eso no era más que un paso intermedio entre el Ministerio de Justicia y la Librería Vieja, que tanto ambicionaba tener, donde se vendieran y compraran libros de segunda mano, usados, viejos y antiguos. Cierto día, cuando estaba sentando en el Café, tomando su taza doble con unas gotas de leche y su copita de anís, explotó, como si de un ataque de lucidez se tratara: ¿Por qué no escribimos una novela entre todos? Puede parecer una idea descabellada, pero si todos nos tomamos el interés suficiente, y nos dedicamos a ello de forma sistemática, podremos acabar la tarea iniciada antes del final de año. La propuesta estaba hecha, ahora sólo quedaba el ver la aceptación que tenía entre sus compañeros de café. Lo demás consistía en tomar las notas adecuadas, y transcribirlas. Unos cuantos, presa del escepticismo que caracteriza a los incrédulos, le sometieron a un escarnio público que, en buena medida, surgió por diversas rencillas y envidias de algunos clientes del café. Las burlas que empezaron a circular por allí fueron numerosas, y se empezaron a mofar de él de forma sistemática. Aunque la tertulia se había formado en primer lugar por amistad, no faltaban ciertas gotas de rencor. Poco a poco el resto de sus contertulios empezaron a exponer sus ideas, como si de una broma se tratara. Tenían que discutir mucho sobre el tema, el estilo, los hechos, la sucesión de éstos, y otro sinfín de detalles por los que se empezaban a interesar de una forma descuidada. A todos les parecía inverosímil que alguien pudiera mostrar algún interés por lo que cuatro carcamales de la vida pudieran decir. Yo siempre tuve deseos de escribir sobre todo lo que me pasó en la Guerra Civil dijo don Manuel, un anciano nostálgico y decrépito que tenía en la boca el regusto agraz de la superioridad que da el creerse vencedor de una gloriosa gesta. Recuerdo cuando el Coronel Trujillo vino a visitarnos al frente. Había sido una noche horrorosa... Esta idea fue rechazada casi de inmediato, al estar el resto de los asistentes en aquel momento de acuerdo en que era un tema muy manido y trillado. Sólo el año pasado calcularon siete novelas, cuentos y obras de teatro sobre la contienda, así que no era cuestión de empezar a competir por cuál de todas era la que más se ajustaba a la realidad. En el fondo a ninguno, excepto a don Manuel, le interesaba resucitar viejos fantasmas del pasado. Era mejor dejar a los muertos bien enterrados. ¿Qué os parecería escribir sobre el amor cortés entre una doncella del siglo xii y un noble hidalgo que la cortejara? dijo don Nicolás, un caballero a la antigua usanza, con capa, bastón, monóculo, y cierto resabio y pedantería en su boca, más bien propios de cualquier tiempo pasado. Al final su idea también fue descartada al encontrar demasiado arriesgado al adentrarse por caminos que no les eran muy conocidos. El resto de los contertulios fue aportando su pequeño granito de arena a lo que consideraban iba a ser una aventura editorial. Todos tenían mucha edad, quizá demasiada, como para quedarse impasibles ante un libro en blanco sobre el que escribir sus recuerdos y sus vivencias. Ninguno era escritor vocacional, pero quien más y quien menos todos habían hecho sus incursiones en el mundo de las letras y de la prensa, así que era demasiado tentador para ellos el poder dejar volar la imaginación y comenzar a emborronar las páginas de la memoria. La vocación frustrada de don Lucio era la de ser escritor, y por esto recopiló esta serie de ideas y frases dichas al azar, sin ningún orden ni concierto, en un montón de hojas dispersas por la mesa del café. Ya tenía una idea formada sobre lo que quería. A él le gustaba denominarse a sí mismo como compilador de ideas, ya que a lo único que se limitaba era a actuar como simple secretario, que tomaba notas de todo lo que oía. Aunque aparentemente la conversación parecía un galimatías, él iba entresacando la idea original de cada uno, aunque no tuviese mucho sentido aparente, y anotándola con rigor de secretario de juzgado. Ya la encajaría en algún sitio. Podía parecer una labor sencilla, pero el ir eligiendo el qué debía incluir y el qué no, suponía gran parte de su labor diaria. Labor que él había asumido de forma vocacional. Suponía un motivo por el que levantarse cada mañana, y por el que seguir viviendo. Después de pasar varios días en el Ilustrado, y tras muchas horas de charla y discusión sin fin, en las que no hubo ninguna forma de ponerse de acuerdo sobre todo lo concerniente al libro, éste parecía hallarse en un callejón sin salida, sin ninguna posible vía de continuidad. Cada uno de los tertulianos, al acabar la discusión pertinente de cada día, se marchaba a casa meditando sobre su propia idea, que, en el fondo de su corazón, pensaba era la mejor, independientemente que fuese la historia de su vida. El propio don Lucio tenía alguna idea para la obra, pero se había prometido a sí mismo que utilizaría las de todos sus camaradas de café, como a ellos mismos les gustaba definirse, al mismo tiempo, y en el mismo libro, aunque, claro está, aún no sabía muy bien cómo. Pensaría en ello durante los paseos que daba por el Retiro cada mañana y, a última instancia, volvería a sacar el tema en la tertulia, sabiendo con seguridad que todos habrían pensado en algo que añadir sobre el contenido o la forma. Don Lucio, aunque no era demasiado viejo, estaba achacoso, y quizás, abrumado por saberse escribano de una obra colectiva, cayó gravemente enfermo, de manera que fue internado en el hospital más cercano a su domicilio. Tras una larga y penosa agonía, su cuerpo entró en un rápido decaimiento que le llevó a descansar, por fin, de una vida de sinsabores y amarguras. Lo único que dejó a su muerte fueron sus ideas y un libro inacabado. Se fue sin ganas de seguir luchando, pero en el fondo lamentaba el no haber terminado lo que él empezó a denominar como El Libro. Se marchó de esta vida pensando que estaba dejando a sus contertulios y amigos con una gran ambición sin cumplir, porque, como había imaginado, al final se unieron los deseos de todos y fueron muchas tardes de reunirse de nuevo para hablar del libro colectivo. Sentía como una traición que se lo llevasen tan pronto, total, un poco más de tiempo no le hacía daño a nadie, y una vez terminado el libro, la verdad, ya no tenía nada más que dar de sí. Manolo, el camarero del Café Ilustrado, donde se desarrollaba la reunión de las sobremesas, vivía en el mismo bloque que don Lucio. Tras una larga sucesión de malabarismos y acrobacias, consiguió entrar en la casa de quien consideraba su modelo a seguir, que con sus palabras, sus ideas y su saber estar, le había metido en el cuerpo el gusanillo de escribir. Considerando que había sido aquel hombre quien le había inspirado la vocación que ahora tenía, él se designó a sí mismo como heredero de todo el legado intelectual que se hallaba en la casa de don Lucio. Aunque no era más que un mozo de bayeta y bandeja, en alguna ocasión dio también su opinión y contó alguna anécdota, y si bien al principio nadie le hizo caso, con el tiempo, cada vez fue tenido más en cuenta. Eso le hacía sentirse bien, creerse en un mundo literario donde él también tenía algo que decir. Consiguió las llaves del anciano, que nadie reclamó, y entraba cada noche a su antojo. Tras un escrupuloso examen de la ingente cantidad de papeles que allí se encontraban, se puso manos a la obra. Procuraba ir rápido, ya que no sabía cuánto tardaría el Estado, o el que se encargase de los bienes de una persona sin herederos en reclamarlo todo. Trabajó muchas horas, robadas al sueño, ninguna al placer, pues consideraba que no lo había mayor que estar haciendo lo que hacía, seguir con la obra de don Lucio, la obra de todos. Miraba embobado todo el material que tenía a su disposición, era precioso, de un valor incalculable, y tras muchas horas de insomnio, llegó a escribir esta historia: En un lugar de Malasaña, de cuyo nombre no quiero acordarme... |
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