Festín de amotinados (2000)

Doña Maura

BBenito Sudario Espinoza

Ollantay, hacía apenas unos meses que acababa de llegar de la costa, después de un largo período alejado de su tierra natal, donde convivió con gentes que eran diferentes, de otras culturas, y del que él también había formado parte durante un tiempo. Él prácticamente había perdido el contacto con este medio, y todo le parecía diferente. Con sus ocho años recién cumplidos, ya se sometía a la primera prueba de supervivencia, en un pueblito situado en los Andes peruanos, aislado de la civilización.

Una mañana, sentado sobre un pequeño terraplén que había al lado de su casa, mientras se calentaba con los primeros rayos del sol, meditaba sobre el terrible miedo que pasaba en las noches. Aquí todos les cuentan cosas, cosas que suceden en este pueblito llamado Aczo y que nunca había oído en otras partes del mundo.

Su hermano Glice le había contado algo sobre un castillo que se encontraba al otro lado del pueblo, a la derecha de un caserío llamado Chondabamba, ya al pie donde empezaba la subida hacia una gran montaña. Su hermano mayor se lo había enseñado al pasar. Estaba metido en una quebrada, que se había formado por la erosión del agua de las lluvias, que bajaba desde el alto de las montañas desde tiempos inmemoriales. Permanecía escondido de la vista de los transeúntes, tanto que si alguien no te lo enseñaba, pasaba desapercibido.

Había dentro del lugar, cinco columnas de tierra muy irregulares de unos quince metros de alto. Esa hilera de columnas, que en su parte alta sostenían grandes piedras que parecían ser sus cabezas y que en las noches de luna se asemejaban a los famosos Mois de la Isla de Pascua, daban mucho que hablar a las gentes del valle.

Las columnas yacían cubiertas por una gran saliente, que apenas dejaba una pequeña entrada oculta entre una serie de grandes moles de tierra adoquinados. De día el castillo parecía inofensivo; pero en las noches misteriosamente se convertían en el terror de los viajeros.

Su hermano contaba, que allí se escuchaban repicar de campanas, cuyos sonidos hacían poner los pelos de punta al más valiente de los mortales. Las campanas sonaban como en la lejanía, muy débiles; una tras otra, como intentando comunicar algún mensaje del más allá. Los pobladores de las casas más cercanas, que estaban a unos quinientos metros, daban crédito de esta curiosidad. Incluso contaban que algún familiar antepasado de ellos vivieron mucho más cerca y por cierto temor habían trasladado sus viviendas un poco más lejos.

Como sucede en todas las partes del mundo, siempre hay alguien que se atreve a luchar contra las creencias populares y trata de demostrar que todo lo que se cuentan son simples imaginaciones de los campesinos.

Doña Maura era una mujer muy valiente y todos lo sabían. De joven era una blanquiñosa que hacía perder la cabeza a más de un avezado conquistador de mujeres bonitas del pueblo y los que lo visitaban en las grandes fiestas. Ella solía vestir con una sarta de polleras de colores muy llamativos, como era la costumbre en estos lugares de la sierra del Perú, siempre enseñando las pantorrillas. Su coquetería elegante hacía de esta mujer un imán irresistible para cualquier hombre.

La atrevida doña Maura se hizo muy famosa por dos cosas muy sonadas en toda la provincia; fue la única mujer que, a pesar de ser tan linda, no logró casarse con ningún hombre. Coqueteaba con todos, eso sí, pero era sólo para divertirse y reírse de ellos. Esto, aunque era algo muy raro por aquí, los vecinos, sobre todo las mujeres, lo veían como algo gracioso, porque había puesto en su sitio a los señoritos que vivían por estos valles. El otro motivo por el que se hizo conocer doña Maura fue porque era la única incrédula que quiso comprobar que todo lo que se decía sobre el famoso castillo de Chondabamba era un invento de alguien.

Una noche se tomó su buen trago de chicha con ron puro. Después de estar en una fiesta hasta las tantas de la noche, ella solita salió desde su casa que aparecía un poco más abajo de la plaza del pueblo y se dirigió camino abajo, hacia el puente de Ushkum. Dejó la última casa que se encontraba en esta calle y enseguida llegó hasta un molino que se ocultaba a la derecha del puente. Continuó cuesta arriba, esquivando los innumerables obstáculos que habían a lo largo del camino. Era una noche clara, y no necesitaba ninguna linterna. El camino se veía muy bien; por ratos se ensombrecía, por que pasaba por alguna huerta y sus árboles daban cierta oscuridad. Ella siguió con su caminar muy alegre, como tan sólo puede hacerlo alguien que ha nacido por estas tierras. Sin ningún cansancio, a pesar de las cuestas que iba presentando el sendero cuando ya se aproximaba al lugar donde estaba su objetivo.

A lo largo del camino, a pesar de ser las tres de la madrugada, algunos perros le habían ladrado cuando pasaba cerca de algunas casas.

Al llegar a la entrada del castillo sacó una pequeña botella de ron de su abrigo; bebió un buen trago, y entró. Había una gran pared a la izquierda, que era el corte de un monte que se prolongaba hacia arriba y sobre el cual se recostaban alguna de las extrañas columnas. Otros estaban más separados, ocupando el centro de una pequeña quebrada. A la derecha había otra gran pared que se enfilaba también hacia arriba; después, ésta se convertía en tierras de cultivo, formando una terraza. Maura, siguió por la derecha, por un sendero que iba pegado a la pared. El camino era muy inclinado y arenoso, con lo cual ella, de vez en cuando resbalaba hasta el fondo de la zanja. El sendero se hacía más suave y en algún momento se comunicaba con la tierra de cultivo; por allí subió Maura. Buscó refugio debajo de un frondoso molle que daba alguna sombra; aquí tomó otro trago de ron y se puso a cantar una canción alusiva a hombres y mujeres enamorados. Desde ahí podía contemplar, a través del rasante del terreno que se inclinaba hacia el pequeño cañón, las cabezas de piedra de las columnas y un poco más.

El silencio era sepulcral. Se oían los suaves cánticos de los grillos sin cesar. En algún lugar, un gallo, el más madrugador, entonaba sus primeros cánticos; al cual en unos minutos le contestaron otros más lejanos. Eran ya un poco más de las cuatro de la mañana y Maura no oía nada. A eso de las cuatro y media la Luna desapareció tras las montañas y dejó ver con mayor claridad las estrellas y también las lucecitas de las luciérnagas se hicieron notar de inmediato. Se observaba Venus al este, tocando una montaña; algunas constelaciones, como el Arado y la Cruz del Sur, estaban relucientes y nítidas.

De pronto se oyó una campanada, como si traspasara una barrera, perdiendo así parte de su sonido. Otras se oyeron a continuación. Maura se frotó los oídos, no dando crédito a lo que había escuchado. En pocos minutos, se oyeron más campanadas, más, y más... Los repiques eran muy tristes, venían como de ultratumba. En cierta forma, eran como los sonidos que los moradores tocaban para sus difuntos, en el día de Todos los Santos.

—Pero..., ¡no puede ser! —dijo Maura de pronto—, estos sonidos no son nada normales; suenan demasiado lejanos, y están aquí.

—¡Oh, Dios!, ¡por todos los santos!, pero... ¿qué es eso? —dijo ella muy consternada.

Maura quedó petrificada, al ver que por la columna que estaba más a la izquierda de todas, salían unos espectros con formas humanas muy bien dibujados en la oscuridad. Todos iban vestidos con unas túnicas blancas, que es lo que más sobresalía de las siluetas. Intentó ver sus rostros, pero no veía más que sombras negras entre las túnicas. Todas se movían a cierta altura del suelo, iban muy despacito, flotando sobre el aire con ligeros vaivenes arriba-abajo, como tratando de luchar contra la gravedad. Parecía que estaba viendo una procesión de almas. Se oían lamentos, como si llevaran una carga muy pesada que transportaran para toda la eternidad. Sus cabezas ligeramente inclinadas hacia abajo, como dando muestras de pesar, o como si cierta maldición pesara sobre ellas.

Maura, tumbada sobre la rasante, cada vez jadeaba más y más. Empezaba a sentir cierta fatiga.

—¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¡Mamá Ashu bendita! —repetía ella incesantemente.

De pronto, empezó a estar muy turbada, perdía el aliento, su cabeza parecía que quería explotar, sólo su fortaleza física la mantenía con vida. Llegó a sentir cortos espasmos que se iban intensificando. Entonces fue cuando empezó a echar espuma por la boca y en poco tiempo perdió el conocimiento. Alguno de los espectros se había fijado en ella.

A la mañana siguiente, fue encontrada por un pastorcillo que se pegó un buen susto al ver a Maura en el suelo. Ella yacía sucia, como si se hubiese revolcado en la tierra. El niño fue corriendo a la casa más cercana y entre varias personas fue llevada a su casa. Maura desapareció por un largo tiempo del pueblo, y cuando volvió, su madre apenas dejaba que la viese alguna amiga íntima.

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