Festín de amotinados (2000)

La derrota

Elena Yágüez Pérez

Desde el pequeño ventanuco que da al cotano, unos ojos envueltos en arrugas miran el silencio frío del atardecer. El valle pierde lentamente sus colores mientras que el sol, al ocultarse tras las montañas, va tiñendo de rojos cambiantes las nubes que amenazan con lluvia. Nazaria acaricia su cabeza y un escalofrío le encoge las entrañas. Apresuradamente, cubre su cráneo rapado con la pañoleta negra para tratar de ocultar el sentimiento de humillación y de rabia que hace que asomen a sus ojos unas lágrimas contenidas.

Vuelve al puchero para entretener las mondas de patatas que giran en el agua hirviendo que calentará los estómagos de ellos tres, en un intento imposible de distraer el hambre atrasada. Macario y el chico están a punto de regresar, cuando dejen encerradas a las cabras de don Germán en el casillo de piedra, no mucho peor que esta pequeña casa de adobe y madera. Gracias a don Germán no se llevaron a Macario, como a muchos otros hombres y mozos del pueblo. Sus mujeres y madres tienen que andar días enteros para ir a verlos a los campos de concentración improvisados, porque dicen que no hay cárceles suficientes, y muchas se vuelven sin haberlos visto. Pero siguen yendo porque piensan que sus maridos e hijos notarán su presencia cercana y así les ayudarán a resistir el frío, el hambre, la sarna, los piojos..., la derrota.

Nazaria hace un esfuerzo por recordar cada detalle de aquel día en que los soldados victoriosos fueron entrando una a una en todas las casas. Para poder contárselo a sus nietos y que sus nietos se lo cuenten a los suyos. Sacaron a hombres y mujeres, de cualquier edad, los condujeron a la plaza del pueblo que llamaron del Generalísimo. Sólo los niños y niñas quedaron, asustados y llorosos, acurrucados en los rincones. Separaron a los hombres de las mujeres. A ellos les subieron a camionetas que se alejaron estruendosamente en medio del silencio sepulcral. Muchos no volvieron. A las mujeres las sentaron a culetazos en el suelo y fueron despojándolas de sus cabellos, largos o cortos, rubios, negros o canos, lisos u ondulados... “Por piojosas”, reían, blandiendo las maquinillas al aire. La vergüenza se apoderó de sus cuerpos, que encogieron hasta casi doblarlos para ocultarlos. Pero la ira contenida les fue devolviendo la dignidad. Fue Rosina, la del tío Ricardo, quien primero levantó la cabeza con orgullo, echando hacia atrás los hombros, y luego, como si de un baile acompasado se tratara, fueron irguiéndose unas detrás de otras y caminando hacia sus casas con paso firme y decidido.

Cae la noche como un pesado manto húmedo y frío que Nazaria trata de apartar arrebujándose en la toquilla negra de ganchillo, única herencia de su madre junto a las perolas de aluminio y el amarilleado mantel de hilo que bordó con las vecinas para que ella tuviera un hermoso regalo de boda, sentadas en las sillas de anea, bajo la parra, durante los atardeceres alegres y esperanzados de antes de la guerra. Coge la pequeña cántara de barro y baja a la fuente de Los Geranios por agua. El camino está embarrado y aún tardará meses en secarse porque el sol apenas entra por las estrechas calles empinadas del pueblo. El lodo que se adhiere a sus alpargatas hace pesado y lento su andar, tanto como el dolor que se le ha agarrado al alma. El silencio le resuena en los oídos. Apenas ve algunas sombras furtivas que desaparecen en los zaguanes de las casas dejando una estela de terror nocturno. El miedo ha silenciado hasta a los niños. Cuando pasa por la puerta de Cosme, oye a su mujer cantar jotas serranas, pero sabe que no es de alegría: lo hace cada noche para engañar al estómago de sus hijos pequeños y canta y canta hasta que caen exhaustos, adormecidos con el calor de la voz de la madre.

“Madre y padre están juntos en el cementerio, como vivieron. Les mató la pena con cara de tuberculosis. En mes y medio el ahogo de la muerte se los llevó a los dos. Primero fue madre, y padre no pudo soportar su ausencia y el presentimiento de la derrota. Pasaron, padre, los fascistas pasaron… Me alegro de que no pueda usted verme, con cara de anciana, sin haber cumplido los treinta, y con la cabeza de hombre”. El ruido de la fuente le atempera el corazón a Nazaria y le hace recordar las tardes de verano cuando era niña y chapoteaba en las pozas mientras las cabras masticaban las zarzas. Su padre fue cabrero también y ella le acompañaba, como su hijo ahora acompaña a Macario, para ayudar al padre con el rebaño, y a recoger algo de leña y porque además la escuela está cerrada. Han fusilado al maestro. Hasta que no fue moza no se bajaron a vivir al pueblo. Vivían en un chamizo de una de las fincas de la familia de don Germán, por donde está la casa del guarda forestal, al lado del camino de la Rasquilla.

Nazaria deja escapar un profundo suspiro al oír los pasos de su marido y de su hijo. Aviva el fuego de la cocina con las maderas traídas aún húmedas, y dobla con cuidado, para el día siguiente, los papeles tibios de periódico que ellos se sacan de entre la camisa y el cuerpo. Sentados en las tres sillas bajas, toman despacio y callados el caldo caliente. Y el niño, antes de caer rendido sobre el jergón entre los cuerpos de sus padres, coge una de esas hojas y, a la luz de la vela, lee en voz baja un trocito de las letras que aprendió a descifrar en la escuela, hoy clausurada, de la República: “El patriotismo, la caballerosidad y la generosidad del Caudillo, constituyen una firme garantía para todos aquellos que no sean criminales...”

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro