Festín de amotinados (2000)

A golpes con la suerte

Raquel Campuzano

Cinco minutos. Faltaban tan sólo cinco minutos para determinar lo que quizá fuera a ser el resto de mi vida.

Acababa de terminar pocos meses antes la carrera de Biología y faltaban cinco minutos para mi primera entrevista de trabajo.

“¿Y si lo consigo?” Me preguntaba constantemente cómo sería mi vida fuera del pueblo, sin mi familia, sin mi gente. Pero, ¿y si no lo conseguía? ¿Me quedaría en Madrid intentándolo de nuevo, o cabizbaja volvería a la monotonía rural?

Cuatro minutos. Los tacones me estaban matando.

Comencé a caminar torpemente por la Castellana rumbo a mi destino, cuando noté cómo una blanda y fétida masa se acoplaba bajo la suela de mi zapato. No, no podía ser. Permanecí unos segundos inmóvil, incrédula, aquello no podía estar pasándome a mí.

Lentamente levanté el pie de la acera aproximándolo a la altura de la rodilla, bajé la cabeza y exclamé:

—¡Mierda!

No sabía qué hacer. Mi nerviosismo aumentaba. Continué caminando al tiempo que arrastraba el pie contra el suelo. ¡Malditos tacones! Me encontré frente a un gran edificio de cristales oscuros. Bajé la mirada y leí en la entrada: EURONATUR-LABORATORIOS BIOTECNOLÓGICOS.

Veinte segundos. Faltaban veinte segundos y allí me encontraba yo, cara a cara con la oportunidad de mi vida y oliendo a mierda. “Ahora o nunca”, pensé. Así que decidí entrar y dejarlo todo en manos de la suerte.

En el ascensor comencé a barajar la posibilidad de que aquella empresa tuviera los suelos enmoquetados. Me imaginaba dejando apestosas huellas por toda la sala.

Ya había llegado. Mi corazón comenzó a acelerarse.

—Confía en la suerte —me repetía—, confía en la suerte.

Salí del ascensor mirando el suelo de reojo para comprobar que realmente estaba enmoquetado. Me acerqué a un gran mostrador y le pregunté a una señorita por el despacho donde me habían citado. Con una gran sonrisa me indicó una puerta que se hallaba al fondo del pasillo.

Al llegar a ésta, un hombre de unos cincuenta años, bajito, con una enorme tripa y un cuidado traje gris, me estaba esperando.

—Pase, pase. Soy Mario García, director de recursos humanos de Euronatur —dijo extendiendo su brazo invitándome a pasar.

—Buenos días, soy Sara Martín —tras decir esto me senté.

Aquel hombre de la gran tripa cogió mi currículum y se dispuso a formularme un montón de preguntas absurdas.

Yo, entre pregunta y pregunta, agachaba discretamente la cabeza para vigilar la masa pestilente.

Volví a recordar el pueblo. Algo tenía claro: no quería pasar el resto de mi vida ordeñando vacas, esperando a que llegase la oportunidad de largarme de aquel aburrido infierno.

—Bien, en el área de tecnología de los alimentos, ¿tiene usted alguna experiencia?... —continuaba preguntando el hombre de la enorme tripa sin darse cuenta de que yo seguía observando la fétida masa.

Transcurridos unos minutos el hombre de la gran tripa se levantó y me dijo con diplomacia:

—Bien, Sara, la llamaremos en cuanto encontremos el puesto que se adapte a sus características.

Me levanté y apretando los dientes, para forzar una sonrisa le dije:

—Muchas gracias.

Salí del despacho y avergonzada me metí en el ascensor.

¡Malditos tacones!

Al salir a la calle decidí que lo mejor que podía hacer era irme al hotel, darme un baño caliente y esperar que la suerte me echase un cable. Bajé con cuidado las escaleras del metro, pagué y llegue con rapidez al andén. La idea del baño había conseguido calmarme.

Tuve suerte, tardó poco. Nada más entrar al vagón, mis ojos se clavaron inconscientemente en unos carnosos y húmedos labios de un chico que se encontraba sentado frente a mí. Comencé a recorrer su rostro: unas mandíbulas cuadradas, fuertes, coronadas por una sugerente perilla enmarcaban aquella sensual boca que incitaba a morderla. La nariz puntiaguda de corte griego hacía de antesala a unos rasgados ojos verdes. Por último, caían sobre su frente un par de bucles negros dando el toque final a la perfección de sus facciones. Levantó la mirada y me sorprendió mirándole. Agaché la cabeza. Volví a mirarle.

Me miró. Le miré. Sonrió. Y justo cuando iba a dedicarle la más provocadora de mis sonrisas, el metro había llegado a mi parada y era el momento de decir adiós.

Mantuve la mirada fija en sus labios al tiempo que intentaba salir, cuando de pronto tropecé y sonó un fuerte crujido que provenía de mi pie derecho. Sentí cómo mi otra pierna se había quedado atrapada entre el vagón y el arcén.

—¡Malditos tacones!

Tenía ganas de llorar, gritar, patalear. Un par de hombres que se encontraban cerca de la puerta tiraron de mis dos brazos hacia arriba hasta que conseguí poner en el suelo la pierna que se me había colado,

Volví a mirarle. Se reía compulsivamente. Todo el vagón se reía compulsivamente. Así que cojeando, con un tacón en la mano y una pierna magullada, conseguí llegar hasta la puerta del hotel.

Pedí la llave entre lágrimas y, tras cerrar la puerta de la habitación, me senté en el suelo con la cabeza entre las rodillas sin parar de llorar. Al cabo de un buen rato, me quité los zapatos y los lancé colérica contra la pared. Estaba claro, hoy no era mi día de suerte. Abrí la puerta del armario, saqué la maleta y comencé a meter furiosa la poca ropa que había llevado para mi viaje. La cerré violentamente. Guardé todo, todo menos mis botas de piel marrón. Las dejé a un lado de la cama. Me tumbé. Cerré los ojos y pensé: “Mañana será otro día”.

Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro