Festín de amotinados (2000)

Inocencia brutal

Lourdes Casanova

Aunque la noche anterior volvió a escuchar el pisar arrogante de aquellas botas presentándose en la alcoba de su hermana sin disimulo, Antonio fue incapaz de sacar la pistola al día siguiente y dispararle un tiro en la cabeza cuando tuvo al amo delante.

Y no solo le atormentaba lo de su hermana. Un año atrás, y al ser elegido para las labores del campo, fue cuando Antonio comenzó a alimentar un rencor oculto a todo cuanto sonara a autoridad. Cada vez que el amo se acercaba a caballo y descargaba atormentado la vara de olivo sobre su espalda, sabía que tenía que humillar los ojos y aguantar. Y así le iban pasando los días, hasta que cierta tarde apareció su tío Juan.

—¿Quién ha sido, niño? —preguntó en tono amenazador al verlo llorar.

Pero lejos de delatar al amo, el chico no abrió la boca ni para saludar y a continuación chasqueó la lengua y siguió arando la tierra con la misma pereza servil y paciente del burro que le cargaba.

Aún así y siendo su costumbre la de visitar a la familia tan solo una vez al año, barruntando lo que en el pueblo se comentaba, el tío Juan se sintió impulsado a realizar la mayor proeza de su vida y se presentó al día siguiente.

—Niño —le dijo entregándole la pistola envuelta en papel de periódico—. La próxima vez que ese cabrón te ponga una mano encima, le pegas un tiro y te vas a la legión.

De forma que a los dieciséis años Antonio estaba preparado para cualquier horror. Cada vez que rozaba con su mano el horripilante metal en su bolsillo, el rencor tomaba cuerpo y transformaba su expresión crédula en una vidriosa mirada de verdugo opresor capaz de cualquier cosa.

Sin embargo, sabemos muy poco de lo que pasó después. Por qué Antonio no llegó a disparar al amo cuando derramaba su furia sobre sus hombros o, por ejemplo, las veces que le costaba conciliar el sueño y oía a su hermana deslizarse detrás de unos arbustos para vomitar, por qué no entraba entonces en la alcoba y lo mataba por la espalda sin compasión.

El caso es que un día Antonio desapareció de allí. Apropiándose de uno de los burros del establo, comenzó una penosa travesía por la sierra cordobesa con el firme propósito de no regresar jamás. Aunque el hambre consiguiera taladrarle las tripas o el sol derretirle la voluntad, Antonio no estaba dispuesto a someter de nuevo su alma a la práctica tortuosa de escuchar desde su cama el pisar arrogante de aquellas botas sin ser capaz de disparar el gatillo.

Pero tras varios días sin rumbo pensó que por encima de todo, existía una remota posibilidad de que volviera y era por ella. Por su culpa su madre llevaría días llorando, buscándolo por todas partes y asomándose con verdadera obsesión a los hoyos con cepos por donde se despeñaban los lobos al olor de la carne cruda, arañándose los tobillos con las ortigas, ignorando a los demás en su deambular autista por el cortijo y distanciándose definitivamente de su marido que ahora tendría motivos suficientes para abofetearla sin remordimientos.

Un fuerte retortijón de barriga le devolvió a la realidad. El rostro de Antonio se encogió en una expresión de terror. Abrazado a su estómago, su pecho se hinchaba penosamente luchando por recuperar el aire. Debía hacer algo. Pero antes de que pudiera pensar en algún plan, no tuvo más remedio que saltar del borrico y bajarse los pantalones a toda prisa.

El mundo se le venía encima y no se le ocurría nada para salvarse. De modo que en un intento desesperado por recobrar fuerzas, desparramó su cuerpo inválido sobre del burro y se abandonó a un destino incierto que el animal fue trazando con la firmeza implacable de un explorador a punto de alcanzar la cima.

Próximos a un cerro, el borrico paró de repente. Doblando las patas, dejó rodar el cuerpo hasta el suelo como un cadáver. Luego puso las orejas de punta y aguardó sereno mientras arrancaba hierbecitas del suelo y las masticaba al compás flemático de un niño inapetente.

Al otro lado, en cambio, varios hombres con escopetas pegadas al pecho se deslizaban bordeando el montículo que les separaba. Asomaron media cara por la ladera, apuntándoles, y al instante, Antonio quedó rodeado por un grupo de bandoleros armados hasta los dientes.

Un hombre con una espesa barba blanca dio un leve puntapié al cuerpo tendido. Antonio abrió un ojo. Vislumbró ciertas miradas de reproche. Quiso incorporarse inútilmente. Desde el suelo les explicó que se había perdido. Se sintió confuso. No recordaba en qué momento se desvaneció. Él diría que hacía varios días y de hambre. Probablemente estaba muy enfermo o moribundo o incluso muerto, si es que en realidad aquel hombre de barba blanca no se trataba de Dios y aquello era su ascensión al cielo.

Pero a pocos metros del grupo alguien le miraba intensamente. De no haber sido por la tiniebla de la noche, Antonio hubiera jurado que se trataba de él. Le sonrió. En ese instante, el hombre se dio media vuelta y desapareció de allí sin que nadie le echara de menos al día siguiente. Cuando vieron que el chico estaba totalmente repuesto y el grupo levantó el campamento, ató los caballos al carruaje y se dispusieron a emprender una peregrinación hacia paradero desconocido.

Dentro del carromato donde viajaba solo, Antonio se dedicó a descansar, comer y fumar algún que otro pitillo mientras estudiaba con curiosidad el paisaje que atravesaban. Al cabo de las horas, por tanto, no le costó averiguar que regresaba al cortijo. Extrañamente, su rostro se iluminó. De ser devuelto, lo más probable es que fuera a ser nuevamente azotado y pese a todo lo deseó. Le pareció un buen presagio que el amo hubiera dado la orden de capturarlo. Tal vez ahora fuera todo diferente. En el mejor de los casos, incluso cabía la posibilidad de que hubiera dejado de visitar a su hermana las noches de abatido desvelo. Con eso le bastaba.

De madrugada, el carromato hizo su entrada en el cortijo. En el silencio de la noche, uno de los forajidos lo condujo hasta su alcoba y allí lo encerró con llave. Antonio se sentó sobre el colchón desnudo sin saber qué hacer. Y de pronto se acordó de la pistola. Palpó el colchón. Allí estaba. Por el descosido donde la escondió, metió la mano y la desenterró con cuidado de no dispararla. De nuevo en su poder. La sujetó a un palmo de su cara y una fuerza desconocida le hizo sentirse seguro y firme. Estaba dispuesto a matar.

Del final del pasillo, rechinó la bisagra de una puerta. Antonio se puso alerta. Entonces preparó la pistola. ¡No, por Dios!, se dijo empuñándola con rabia. ¡Que no entre en su alcoba! Y de pronto una quietud indefinida en el pasillo rasgó su pensamiento de forma abrumadora. Tuvo la sensación de que él estaba cerca pero no escuchó las botas. Enseguida, sintió un sofocante calor. La sangre coloreó sus mejillas y el corazón comenzó a estrellarse una y otra vez contra su torso púber. Lentamente se fue incorporando de la cama. Se acercó a la puerta y se estremeció al comprobar que unos pies desnudos se deslizaban hacia su dormitorio.

Suspiró aliviado.

Esa noche no entraría en la alcoba de su hermana para demostrar a los mortales su autoridad y hombría. Hoy de nuevo derramaría su ternura oculta hasta el amanecer y Antonio le regalaría toda la inocencia brutal que se reservaba solo para él.

Y con el corazón en la boca, Antonio tiró la pistola por la ventana y esperó de pie para recibirlo.

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