Festín de amotinados (2000)

La escritura y la cocina

Isabel Cobo Reinoso

Escribes y escribes, y mira que se pasa mal a veces, pero sigues, como si fuera imposible siquiera plantearse no hacerlo, y te preguntas, y te preguntan, ¿por qué lo haces? Pero es difícil de explicar, y se me ocurre que la escritura tiene mucho que ver con la cocina —cada escrito sería un guiso— donde se mezclan ingredientes, condimentos, donde interviene un tiempo más o menos rápido, más o menos lento de cocción, el tipo de recipiente... Yo soy una olla, una olla de esas grandes, pesadas, de fondo grueso, redonda como una barriga preñada. De los ingredientes, son variados, claro, según la receta, pero reconozco que hay cinco de esos esenciales: una abuela que contaba cuentos con un repertorio y un gusto por narrar inigualables; un abuelo poeta y soñador que como marido debió ser algo desastre —imagino el disgusto de mi abuela cuando decidió costear de sus ahorros la edición de uno de sus libros— pero desde la perspectiva de nieta me fascinó desde que descubrí que tenía poderes de mago: era capaz de sacar color y brillo a lo que los demás veíamos gris o mate. Me di cuenta por casualidad un día que le vi sentado en un banco de azulejos bajando al bancal mirando complacido el horizonte. Desde entonces adiviné ese poder de su mirada extasiada muchas veces.

Pero el ingrediente decisivo fue mi padre. Le gustaba tanto leer que más de una vez le oí decir que era una pena que las personas tuviéramos necesidad de dormir porque se perdía un tiempo precioso que el emplearía, claro está, leyendo. Para él leer no era sólo una afición, era una forma de vida. Leía cada vez que tenía un momento libre porque siempre llevaba encima un libro y así aprovechaba mientras se enfriaba el primer plato o mientras se servía el segundo, en la puerta de la calle, de pie, mientras nos esperaba a mis hermanos y a mí para llevarnos al colegio, mientras medio escuchaba el telediario, antes de dormir, al despertar, mientras desayunaba... Casi siempre subrayaba o escribía en los márgenes del libro que estuviera leyendo, entablando un diálogo mudo con el autor; entonces era inútil hablarle, sabíamos que no podía escucharnos. Cuando sólo leía, sin escribir al tiempo, habíamos comprobado que una parte de su cerebro podía prestarnos algo de atención porque contestaba a nuestras preguntas con bastante coherencia. Aprovechábamos entonces para pedirle dinero, permiso para salir o simplemente para decirle “pero deja de leer un rato que te va a salir humo de la cabeza”, y él sonreía, pero sin levantar la mirada de la página abierta. Su mesilla de noche vulneraba todas las leyes conocidas de la Física pues soportaba sobre una superficie mínima una torre de libros que fácilmente superaba el metro y medio de altura. El contencioso con mi madre por la invasión de libros en todos los huecos posibles de la casa era constante pero ni siquiera la opinión de un experto, Lino, el fontanero, que corroboró que tanto peso sobre las estanterías podía acabar hundiendo el suelo, contribuyó a disuadirle de comprar más.

Evidentemente, el otro ingrediente de mis guisos, que es mi madre, no lo es por su amor a los libros. Los aborrece. También considera que leer es una manera de lo más inútil de gastarse la vista. Y escribir..., a escribir puede encontrarle utilidades a veces, como cuando dice “anda, a ti que te gusta escribir, haz una carta a Telefónica que me parece que me están cobrando de más”, o rellena tú estos impresos, o solicita tú tal cosa o tal otra, o encárgate de hacer tal o cual reclamación..., en fin, ese tipo de escritos le parece a mi madre que son los que valen; sin embargo, a pesar de no gustarle nada que tenga que ver con los libros, pobló mi imaginación infantil de narraciones exquisitas sobre antepasados familiares salpimentadas con episodios de guerra, hambre, persecuciones, huidas, muertes, locuras, tesoros escondidos,... que me han servido, sin ella saberlo, para disfrazar de cierto aire novelesco a la historia familiar y para que no me canse nunca de sonsacarle historias, aunque ella asegura que ya me lo ha contado todo.

El último ingrediente decisivo son mis hijos. Ellos me han hecho sentir la necesidad —y la satisfacción al tiempo— de ponerle andamios y cemento a la memoria para construirles el recuerdo de un abuelo al que no han conocido.

Pero decía al principio que además de ingredientes un guiso requiere de recipiente y de fuego. En mi caso el recipiente, ya lo he dicho, es una olla. Soy una olla bastante introvertida, y de niña, exageradamente introvertida, además de tímida, callada y lo que se dice poca cosa, y todo eso junto facilita mucho ir por la vida como un ser invisible. Eso, ser invisible, tiene sus ventajas porque como ni se te ve ni se te interrumpe te puedes pasar el día llenándote de todo lo que miras, lo que oyes, lo que sueñas, y te vas volviendo así una acaparadora de matices y sutilezas que atesoras con pasión de coleccionista hasta que ya no sabes donde meter tanta sensación, tanta imagen, tanta fantasía, porque estás que rebosas.

Así me hice mayor, no recuerdo bien cuando. Y descubrí que escribiendo se contiene algo ese derrame de sensaciones, y es un alivio, porque además de poner un poco de orden en el torbellino que supone ser una olla tan repleta, conforme llenas páginas tienes la impresión, aunque sea pasajera, de que vas consiguiendo algo de holgura, y siempre es un consuelo porque cuanto más tiempo vives más pasa que sigue la vida sin caberte.

Además de sitio, esa parada que supone escribir intercala en el transcurrir de los días, tan fugaces, tan lineales casi siempre, demoras, zonas de lentitud o pausa que te llevan, como un atajo, hacia ti mismo; otras veces los pueblan de relieves, pasadizos, vericuetos, laberintos y oquedades que no hacen otra cosa en definitiva que ensancharte la vida y te hacen sentir que tan real es lo que vives como lo que inventas, adivinas, intuyes, imaginas, sueñas, lees o escribes.

Y no se me puede olvidar hablar también del fuego y el tiempo de cocción, fundamentales en cualquier receta. Yo, como no soy sartén no sirvo para hacer filetes: sal, fuego fuerte, vuelta y vuelta y ya está, a la mesa. Yo, ya lo he dicho, soy una olla, una olla de esas grandes, pesadas, hondas, de fondo grueso, redonda como una barriga preñada, de las de hacer potaje para familia numerosa, a fuego lento, sin prisa. Me va la cocción pausada, pero, entre tanto, me llena de satisfacción sacar de vez en cuando una cucharadita a los compañeros del taller de cocina y darla a probar. ¿Qué tal de sal? ¿Y de sabor? Les pregunto. Si me dicen “ya va sabiendo rico”, me hacen feliz.

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