Festín de amotinados (2000)

Una semana cualquiera

Nieves Díaz

A mis hijos, por alegrarme la vida.



Lunes. Hace frío y es lunes. El metro va imposible a las ocho de la mañana y es triste ver las caras con las que los viajeros se enfrentan a este lunes. Estoy segura de que ellos también arrastran su pena. Esa pena que se acentúa por ser lunes. Como esa chica que se apretuja a mi lado y que huele a ducha reciente y a colonia fresca. ¿Sentirá como yo este sentimiento de orfandad que hace años va conmigo?

Tardaré todavía siete largos días en verle. Los domingos son ahora para mí el mejor día de la semana. Ese banco del Retiro en el que cada semana se sienta con su hijo, se ha convertido para mí en la antesala del cielo. Yo también me siento a su lado, mientras mi hija patina y quiere que la mire sin cesar. La miro a ella, pero con el rabillo del ojo le miro a él para poder recordar durante la semana el color de su piel y los nudillos de sus manos que tanto me gustan. Por fin encuentro un asiento en este viaje de lunes. Así sentada pienso mejor. Ahora cierro los ojos y veo sus dedos cuando abrocha las botas de su hijo que se las ha desatado porque quiere patinar. “Pero Diego, hijo, si no hemos traído los patines”. Me encanta cómo dice “Diego, hijo”. Se le sale la ternura. Pero sigue siendo lunes y el domingo queda lejos.

Martes. El metro va hoy mejor. ¡Qué caprichos tiene la gente!. El mismo trayecto, la misma hora. Sin embargo, hoy me he sentado a la primera. Vuelvo a pensar en él. El no viaja en metro. Dice que cuando no puede ir en su coche coge un autobús o un taxi. Es un error, mi vida. (Esto último no lo digo) ¡Mira que es trivial nuestra conversación!

De pronto ahí, sentada en el metro me asalta una inquietante duda. Y si lloviera el domingo. No podríamos vernos en nuestro banco y Clara, mi niña, no podría patinar y Diego, su niño, no podría desatarse las botitas para que él, con paciencia infinita, vuelva a atárselas y yo no podría ver sus nudillos, esos objetos de deseo que me obsesionan.

Miércoles. Hoy he tenido una dura jornada: Toma de decisiones que no contentan a nadie, interminable reunión que me ha hecho bostezar con disimulo repetidas veces, cartas, llamadas que no me interesan. En medio de esa vorágine he tenido tiempo para fantasear ¿Y sí una de esas llamadas fuera de él? Después de esta fantasía el teléfono suena varias veces y yo, idiota de mí, me decepciono cada vez que no es él el interlocutor.

Necesito escribir, necesito escribir algo que no sea este estribillo, modelo de redacción administrativa que dice “Adjunto remito para su conocimiento” O ese otro que reza “Para su oportuna tramitación, le envío el informe...”

Ya he escrito eso varias veces en el día de hoy. Menos mal que me quedan sus nudillos.

La semana avanza con rapidez a pesar del abigarramiento del metro, a pesar de este sentimiento de orfandad que me sigue atenazando. Por favor, que no llueva el próximo domingo. Por favor, que suene el teléfono y sea él.

Jueves. No tengo nada en la nevera. Tengo que pasarme por el mercado a las ocho de la tarde. Compro algunas cosas. Pocas porque no quiero llevar peso. Necesito jamón para Clarita. El del puesto de fiambre me mira y adivino pena en su mirada. No es eso, la que me doy pena soy yo. “¡Vaya horas que tiene esta de venir a comprar jamón”, parece decirme Yo me pongo chulita por dentro y me defiendo de su/mi pena. No me gusta darle pena a nadie. Y me pongo chulita recurriendo a sus nudillos, a las manchas de su cara, a los pantalones gris marengo y al jersey negro gordo que, no me cabe duda, llevará puestos el domingo. Así me defiendo de la soledad y del frío del puesto de fiambres a las ocho de la noche.

Viernes. Se acaba la semana. También se acaba el mes. Me paso la vida pensando que ya falta poco para lo que sea. Puede ser el fin de semana o el día que cobro o las vacaciones de Semana Santa o el Retiro en domingo. No sé disfrutar del presente. Cuando lo consiga seré una mujer sabia.

“Pero si tienes muchas cosas”, me digo. Pero yo erre que erre con lo que me falta. Y me propongo disfrutar del presente. Pero claro, mi presente es ese siniestro viaje suburbano que comienza en lunes y que me lleva a la oficina en donde redactaré aburridos informes, contestaré a llamadas que no son de él, volveré a casa, haré la cena y tendré que plancharme ese “qué me pongo mañana”. Así no hay quien disfrute del presente.

No importa, tengo sus nudillos, su jersey negro gordo y sus pantalones marengo y el banco del Retiro, y ya estoy deseando que llegue el domingo y no consigo disfrutar de este magnífico viernes, preludio del fin de semana.

Sábado. Hoy el día es perfecto. El sol casi cegador. Hace mucho frío. Me pongo mis zapatillas de caminar y me echo a la calle. Retiro, Alcalá, Gran Vía, Sol, Arenal, Plaza de Oriente.

Estoy disfrutando del presente. Madrid está precioso. El color del invierno, el sol de esta mañana de enero, la proximidad de nuestro encuentro. Mañana no lloverá. Y mi hija me hará cargar con los patines y su hijo le hará atarle varias veces los cordones de las botas. Miraré una vez más las manchas de su cara, el color de su piel y los nudillos de sus manos que son el alimento de mi presente imperfecto del que no aprendo a disfrutar.

Domingo. Me despierto más temprano de lo que me hubiera gustado. Es domingo. Me esperan el banco del Retiro, el patinaje de Clara y el sol que vuelve a ser cegador para el mes de enero.

—Clara, cielo, vamos a desayunar —le digo—. Luego nos duchamos, nos abrigamos bien y nos vamos al Retiro a patinar, ¿vale?

—Mami —me dice mimosa—, me duele mucho la garganta.

—No puede ser. Hoy no, Clarita no me hagas esto —le digo—. ¡Hace un día espléndido!

—Me duele mucho —insiste—. No tengo ganas de desayunar.

El termómetro me dice que no iremos al Retiro. Busco las aspirinas infantiles, unos cuentos para leerle y unos juegos que nos ayudarán a pasar el domingo en casa. ¡Pero cuándo aprenderé a disfrutar de mi presente!

Lunes. Hace frío y es lunes. El metro va imposible a las ocho de la mañana.

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