Festín de amotinados (2000)

Hombres, hijos y chicas tristes

Esther Escudero Sánchez

Un hombre se enfadaba muchas veces con su hijo porque le encontraba demasiado miedoso, poco carismático y falto de personalidad. Esta situación se hizo tan habitual que ya no disimulaba su decepción, incluso antes de que hiciese o dijera algo.

Llegó un día en que el hombre dejó de mirar a su hijo cuando le hablaba, llegó otro día en el que le dejó de hablar, y otro en el que ya no pensaba en él. El objetivo en la vida del hijo de aquel hombre era intentar que su padre estuviese orgulloso de él.

Su debilidad física, su torpeza y su mala suerte, no le permitieron encontrar ningún deporte en el que destacar. Descubrió su ineptitud en las ciencias, pero tenía que estudiar medicina; se lo prometió a su madre antes de morir de una enfermedad muy poco conocida.

Una tarde miró a su padre que no le miraba y en un minuto, se le escapó la vitalidad.

Dejó de estudiar, dejó de asearse, dejó de comer. A los veinte días su padre le miró y pensó, fugazmente, que se estaba muriendo. Avisó a una ambulancia y se volvió a olvidar de él.

El hijo de aquel hombre no murió y al cabo de tres semanas fue trasladado a una residencia donde conoció a una chica triste que quería, por todos los medios, ser delgada. Las revistas, la televisión y el novio que la abandonó, la convencieron de que un cuerpo delgado era la puerta hacia una vida exitosa.

Al principio no se miraban, no hablaban aunque fuesen los únicos en el comedor. Se acostumbraron a la mutua presencia silenciosa y comenzaron a estar cómodos sin tener que demostrarse nada.

Una mañana terminaron su bandeja de comida. Sólo al cabo de unos segundos se dieron cuenta; se miraron y coincidieron; era lo único que habían conseguido por ellos mismos y les hizo gracia. Parecía que hacía mucho tiempo que no reían así y la chica triste le dijo al hijo de aquel hombre:

—Nunca en la vida me había reído así.

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