Festín de amotinados (2000) |
Obsesión |
Beatriz Galindo Pascual |
Soy Gema. Te espero a las ocho en Narváez, 14, 7º C. No faltes, te divertirás.
Soy Gema. ¿En serio te gusta esa chica? Creo que no tendrá problema en conocerte, y a lo mejor lleguéis a llevaros bien. Te daré noticias pronto. Solamente hicieron falta estos dos mensajes para que Leonor Sandoval, afamada actriz de los años cincuenta, firmara su sentencia de muerte y tuviera Rosalía Recio el caso más difícil de defender al ser la causa de tan desagradable incidente. Allí estaba Rosalía sentada, entrecruzando las piernas para esconder los encajes rojos de debajo de su falda, frente a su primer cliente homicida en un cuarto donde apenas llegaba calor y luz, tan sólo una mirada de odio inyectándose en sus ojos, procedente del otro lado de la mesa dura y gris que decoraba un espacio donde sólo cabían ella y la asesina. Se llamaba Mª José Prieto. Tenía el pelo gris recogido por encima de la nuca. Sus ojos eran azules y su cara llena de capas blancas y moradas, sobresaliendo de la tercera o la cuarta un fuerte tono rojo en los labios. Vestía de largo, combinando medias de rejilla, zapatos de aguja y largos guantes de color negro. No llegaba a los cuarenta y sin embargo, parecía haber cumplido sesenta. Aquella mujer le resultaba familiar a Rosalía, ya la había visto antes pero no se acordaba dónde, cuándo ni por qué. Su presencia le inquietaba y hacía a su mano estar en continuo movimiento tocando una especie de melodía encima de la mesa, acompañada por el chirrido del balanceo que su silla producía. En esos momentos pensó que para poder hacer bien su trabajo debía conocer toda su historia ya que sólo sabía que sería juzgada por homicidio en primer grado. Fue entonces cuando empezó a hablar de sentimientos, dolor y crimen con todo detalle. Mª José siempre la admiró, una admiración hasta el punto de convertirla en obsesión. Ansiaba tener la vida de Leonor Sandoval y eso fue lo que sucedió, finalmente se apoderó de ella. Nunca pudo hablarle, ni siquiera se atrevía a estar a su lado, por lo que decidió convertir su vida en la de una actriz retirada apenas reconocida para sentirse cerca de ella y decirle todo lo que siempre había deseado: Eres hermosa, mi ídolo, mi musa, te envidio, te adoro, entre otras cosas. Vestía como ella, se peinaba como ella, andaba como ella; hasta contrajo matrimonio también hace trece años, durante los cuales tuvo dos hijos con un actor de teatro, a los que llamó igualmente Carlos y Jorge. Todo debía ser idéntico a lo que Leonor poseía: un apartamento de tres habitaciones amuebladas de mimbre y madera clara, una terraza y un patio interior con dos cuerdas para tender; un Volkswagen Polo blanco; dos amigas rubias y otra pelirroja; Put your head on my shoulder como canción preferida; tres tazas de café al día; la cajetilla de ducados; los vestidos largos y zapatos de tacón; una mirada seria y penetrante; una carrera deplorable de serie B; y una vida sin éxito en la cual sólo se fijaría un loco. Durante veinte años Mª José siguió sus pasos, convencida de conocerla tan a fondo como para ser dos gotas de agua. Pero estaba equivocada, todo lo que podía percibir a simple vista era diferente a la realidad. Después de comprar un contestador viejo a un quincallero del Rastro (que resultó ser el de Leonor), tirado al contenedor hacía dos días, Mª José supo la verdad. En él Leonor olvidó una cinta llena de mensajes tras los cuales se descubría una vida desgraciada, completa de miserias, chantajes, drogas y gustos sexuales distintos a los que siempre había demostrado. Sobre todo, esto último enfureció a Mª José, sustituyendo su admiración por repugnancia y odio. Esa actitud fue la que condenó a Mª José a cadena perpetua tras admitir en los tribunales que no podía permitir a una actriz de su categoría, modelo a seguir de muchas jóvenes, sentir atracción por otras mujeres. Sus palabras textuales fueron: Eso es de depravados, anormales. Me he limitado a limpiar su imagen antes de que lo supiese todo el mundo. Tendrían que agradecerme haberla convertido en una verdadera diva. El jurado no dudó en dictar su veredicto, ya que Mª José no puso reparo en confesar su crimen y Rosalía, por supuesto, no tuvo ninguna oportunidad de defenderla. Una semana después la abogada fue reclamada por Mª José con el fin de concederle un último deseo: Llevarle un paquete con el traje negro, los zapatos, medias y guantes con los que se presentó en una ocasión anterior y soplar veintisiete velas de una triple capa de chocolate. Tal vez por miedo o pena, accedió a su petición. Mientras apagaba la última vela, sintió una mirada fija y al mismo tiempo escuchaba: Dios mío, qué me pasa, no puede atraerme esa joven, estoy casada. No puedo creérmelo, quizás hubiera sido feliz al lado de una mujer. Rosalía tuvo la sensación de haber vivido esa escena ya antes. ¿Soñada u ocurrida de verdad? En efecto, a los pocos segundos se dio cuenta de que se trataba de Leonor Sandoval, la misma persona que la siguió durante toda la fiesta de su cumpleaños el mes anterior. Aquel último mensaje del contestador fue dedicado a ella, el causante de los hechos. Rosalía tragó saliva y desbloqueó como pudo los músculos de su cuerpo para salir cuanto antes de la sala. Encaminándose hacia la puerta, Mª José pronunció sus últimas palabras: No te vayas tan rápido, dame el gusto de contemplar a una verdadera asesina. Aquella noche Rosalía no paró de dar vueltas en la cama. Se despertó a cada momento por las pesadillas y un fuerte sentimiento de culpabilidad. A las siete de la mañana estaba bien despierta para oír el teléfono. Era de la cárcel de mujeres de Móstoles. Mª José había sido encontrada esa mañana ahorcada en su celda vestida de largo, zapatos de aguja, largos guantes negros y unas medias de rejilla atadas al cuello. El cuerpo de Rosalía Recio tembló por completo al ver a Leonor Sandoval muerta por segunda vez. |
Haz clic aquí para imprimir este relato
|