Festín de amotinados (2000)

El Día Tonto

Mari Carmen García-Roméu

Aquella mañana me había despertado un poco antes, antes incluso de que sonara el despertador. Quizás fue su presencia la que me quitó el sueño.

Nada más abrir los ojos lo vi, estaba sentado en el silloncito azul, el que está al lado de mi cama. Lo reconocí enseguida por su barriga gorda, su cara hirsuta, de barba desigual, y su mirada pasándome por encima. Era él, el Día Tonto.

Al ver mis ojos abiertos me dijo que ya era la hora y que me debía levantar. Salí al pasillo y el Día Tonto me siguió. Sus andares eran lentos y siempre detrás de su barriga. Llevaba una chaqueta gris rozada por los codos. Parecía que reía sin ganas, casi por costumbre. Era como si llevara dentadura postiza y la risas no fueran de verdad, sino por los dientes que sobresalían. Pero me di cuenta al verle por el pasillo, andando lento y con los pies hacia fuera, que sí reía porque se le movía la tripa. Era una risa desde dentro, como si quisiera disimularla. Observé que en la cocina había una hilera de hormigas; ordenadas y repetidas como una letanía.

Encendí la cafetera y me fui a la ducha. Estaba enjabonándome cuando escuché un estruendo que me hizo salir del baño mojada y sin ropa. La cafetera había explotado y la cocina estaba envuelta en un humo negro y pegajoso. No había puesto el agua y el Día Tonto reía, como reía él, sin ganas, casi por costumbre, desde dentro. Me corté con los cristales que había en el suelo y me entró una tiritona de las de ir desnuda. Llegué a pensar que no podría ir a trabajar, pero fui, a pesar del Día Tonto, a pesar del catarro, y de la herida del pie. Fui e hice mal, porque el Día Tonto se esmeraba cada vez más en hacerme sentir idiota.

Fue al encender el ordenador e introducir mi clave cuando éste se puso tozudo. “Palabra desconocida, vuelva a intentarlo”, repetía una y otra vez, y sacaba una rayita que daba vueltas y que se parecía a un pie dando golpecitos en el suelo, impaciente. El Día Tonto se había sentado en la silla que había enfrente de mi mesa, y desde allí me miraba y reía; reía con la tripa, desde dentro. Y el ordenador dando vueltas, con eso de la palabra clave incorrecta, y con lo de vuelva a intentarlo. Me acerqué al despacho de los expertos en informática. Estaban allí, echando unas risas, sin trabajar ni nada.

—Oiga, que pongo la palabra clave y me dice que no la reconoce.

Se volvió el más alto, el que parecía el jefe, y me miró con desprecio.

—¿Qué palabra clave? Querrá decir el password, ¿no?

Todos rieron y a mí me entró mucha vergüenza porque tampoco sabía lo que era eso del password, y como no sé inglés, pues me volví a mi despacho para volver a intentarlo. El Día Tonto se quedó un rato mirando a los informáticos con los brazos cruzados, como remoto y nada afectado por mi situación, sonrió sin ganas y me siguió al despacho. De pronto sentí que el jersey se me quedaba grande, algo así como que las mangas me llegaban a la punta de los dedos, pero pensé que podría haber ensanchado. Estaba buscando lo que quiere decir password en el diccionario, cuando entró el jefe.

—Mercedes, este informe es una porquería. Folio y medio para explicarlo todo, tan claro, tan para que todo el mundo lo entienda y meta mano. Ni hablar, los informes deben ser largos y enrevesados. Parece mentira que a estas alturas aún estemos con esto.

Nada más salir de mi despacho noté cómo también la falda se me caía, era como si de golpe estuviera adelgazando, incluso sentía como se me salía el talón de los zapatos. Pero no quise contárselo a nadie. Y fue así como pasé la mañana, tratando de que el ordenador reconociera mi palabra clave o mi password, y pensando cómo se dice algo sin decirlo para que nadie lo entienda, y con dolor en la herida del pie, y tosiendo. Pero sobre todo, recogiéndome las mangas del jersey y poniendo algodones en los zapatos para que no se me saliesen.

Ya oscurecía cuando me acordé de que tenía que pagar el recibo del teléfono y de que era el último día. Al entrar en el banco comprobé que había tres personas en la cola y eso me alegró porque me permitiría ensayar lo que iba a decir, y aprenderme de memoria una frase, sólo una, de esas que dejan al Día Tonto fuera de juego, sin respuesta.

Escuché a un señor que le decía a la cajera.

—Buenas. Vengo a por divisas.

—Dirá a comprar divisas, porque aquí no se da nada —dijo ella segura de sí misma, displicente. Y al decirlo se hizo grande, como más alta que el cliente, se le notaba aunque estuviera dentro de la cabina.

—Sí, bueno, perdone. A comprar divisas, claro.

Y llegó el siguiente, el que iba delante de mí.

—Buenas, que quería enviar un dinero.

—Dirá usted a hacer una transferencia, porque aquí...

Y la cajera volvió a crecer, y su melena rubia y sus gafas de miope salieron por encima de la cabina.

El Día Tonto leía la prensa y yo ensayaba mi pregunta, quizás le pudiera dar esquinazo, pensé. No fallaría.

—Buenas —dije remarcando las palabras y mirando de reojo al Día Tonto, que ahora repasaba los números de la loto—. Venía a abonar un recibo, pero con dinero —dije todo de una vez, sin equivocarme; orgullosa de mi pericia.

—Dirá usted en efectivo, ¿no?

Me derrumbé. El Día Tonto estaba de nuevo a mi lado. Había plegado el periódico y movía su tripa. Y fue entonces cuando se me escurrió la falda y los zapatos se hicieron inmensos, noté como mi pelo sobresalía del cuello del abrigo que se me resbalaba, y mis pies se convirtieron en piececitos. Tuve que coger los zapatos con las manos para no perderlos.

Salí de allí deprisa, más que deprisa, corriendo, y fui a coger el metro, pero justo cuando iba a entrar en el vagón, el conductor me cerró la puerta en las narices. No lo vi pero lo intuí mirando mi estupor desde el espejo retrovisor; grande y poderoso como la cajera; riendo, como el Día Tonto. Y yo allí, descolocada, en el andén, con al abrigo abierto, perdiéndome entre mi ropa, más que pequeña diminuta, sin haber pagado el recibo, con el informe a medio escribir, y lo que es más triste, sin un maldito password.

Me encontraba reducida, tan pequeña como una de aquellas hormigas que había visto al despertarme, incluso creo que era una hormiga, con sus patitas y sus antenas. Pero una hormiga que ha perdido su fila y merodea despistada por un andén del metro, con esa laboriosidad inútil de las hormigas aisladas. Intenté volver a casa andando pero mis pasitos eran muy cortos. Me fijé en los pies del Día Tonto y comprobé que llevaba sandalias, y de ellas sobresalía un dedo gordo, inmenso. Me subí en él y esperé a ser conducida a dónde él quisiese. Pero me llevó a casa. Y fue en el ascensor, cuando un joven me preguntó a qué piso iba, cuando se me ocurrió.

—Al veinticuatro —contesté muy bajito, consciente de los ocho pisos de mi casa, más que todo por adelantarme al Día Tonto. El vecino me miró extrañado, pero yo no dije nada. El Día Tonto me dio la espalda como marcando su fastidio al verse interrumpido en su trabajo, se le veía el deseo de adueñarse de nuevo de la situación. Intentaba obligarme a pedir disculpas y sonreía de forma grotesca, pero yo seguía ahí, en silencio, paladeando su estupor, y esperando que el vecino bajara en el cuarto.

—Bueno, pues hasta luego —dijo al salir.

El día tonto frunció el ceño y lo noté descolocado, sin saber que hacer. Bostezó y se dirigió al silloncito azul, el que está al lado de mi cama. Y fue entre el balanceo de sus risas tristes y sus ronquidos, como me quedé dormida.

Amanecía cuando vi al Día Tonto marcharse por el balcón, con su risa sin ganas, desde dentro. Me levanté, puse agua en la cafetera, y me fui a la ducha. En la cocina continuaba la hilera de hormigas, ordenada y repetida, como una letanía.

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