Festín de amotinados (2000)

Igual

Clara García

Esta noche Javier me prepara una cena especial en el piso nuevo que he alquilado. Quiere celebrar que la casa ya está puesta casi del todo y que llevamos ya un año juntos. Y que llevo un año sin Pablo, claro.

Yo le he dado unas llaves para que prepare lo que quiera y cuando llego de currar me encuentro con velas encendidas, con champán y pasteles en la nevera, con un menú buenísimo y con Javier ilusionado, entregado, ideal, sonriéndome como Pablo no supo hacer nunca, por mucho que fuera más guapo. Pablo era más guapo, tenía peor genio, era más creativo, menos culto, más sofisticado y menos inteligente... Era más de muchas cosas y menos de muchas otras.

Javier y yo nos comemos las verduras y el pescado al horno entre risas y bebemos un montón de vino blanco. Luego nos levantamos de la mesa y él saca los pasteles y la botella de champán que había guardado en la nevera. Estamos medio borrachos ya. Le encuentro guapísimo contra la luz de la cocina, con la bandeja de pasteles en la mano y con el pelo tan mal cortado y con esa ilusión tan inocente, tan etílica.

Nos sentamos en el sillón que ha elegido él. Y es que Javier me ha ayudado a elegir casi todo lo que hay en la casa. Y yo se lo agradezco mucho porque comprando me armo un lío. Siempre hay un sillón mejor que otro por muchas cosas pero peor por muchas otras, más cómodo, menos moderno, con un color más bonito, menos barato... Cuando vamos de compras yo espero a que se pronuncie él primero, y le doy la razón apoyándome en los argumentos que favorecen al mueble que él ha elegido. Y entonces lo compro. Y la verdad es que la casa está quedando bien. Y que Javier está jodidamente encantador esta noche y casi todas las noches.

Le miro y le toco el pelo, mucho más oscuro que el de Pablo, pero mucho más suave. Pienso que ya me estoy acostumbrando a él y a su pelo más oscuro, a su espalda más firme, a su mejor carácter, a su menor carisma, a su cara imperfecta. Él mira la casa con la copa en la mano. Está satisfecho de haberme ayudado tanto, de haber acabado casi todo el trabajo, y de que le haya hecho tan partícipe, supongo. Sonríe.

—Falta algún cuadro todavía pero nos está quedando bien, ¿verdad?

—Claro.

Se levanta y se queda de pie mirándolo todo y luego mirándome a mí sentada en el sillón nuevo, con cara de pensar que quedo bien allí, en mi piso, con las piernas cruzadas y llevándome un pastel de nata a la boca, borracha, quizá infantil, y tan a gusto.

Se acerca, me coge del cuello y me da un beso mojadísimo, propio de estar medio pedo, excitante, mucho más apasionado y más instintivo que los besos de Pablo, aunque más caótico y menos metódico también. En un minuto ya estamos follando allí mismo en el sillón nuevo, que es bastante cómodo, aunque es menos moderno que el otro. Luego nos quedamos sentados medio abrazados, medio sudados, medio desnudos, medio borrachos todavía.

—Pues estoy pensando que hiciste bien comprando este sillón, ¿no? Es cómodo para follar, ¿no?

Y me mira dentrísimo de los ojos, hablándome del sillón, pero pensando en mí. O incluso en nosotros. Me acaricia la cabeza. Pablo jamás me acariciaba la cabeza, ni me miraba tan dentro, que tanto me gusta, pero me daba unos mordisquitos tiernísimos en el hombro después de follar.

—Sí, supongo que hice bien comprando éste.

Javier me coge de la nariz y sonriente, cómplice y recriminatorio dice que cómo que supongo.

—Bueno, éste es más cómodo y más barato que el otro, ¿no?

—¿Pero?

Y le digo que quizá el otro era algo más moderno.

Javier coge un cigarro y se va a la cocina a por fuego. Vuelve y se sienta otra vez, un poco más separado de mí que antes. Yo me siento un poco tensa en el borde del sillón, mirándole, sin entender bien que se le cambie la cara por lo que he dicho del sillón. Le toco los pelos del pecho, tan finos, tan oscuros y tan perfectamente colocados que parecen un dibujo. Mientras, él fuma y le da vueltas a la elección del sillón y supongo que a la de todas las demás cosas de la casa.

—¿Crees que hiciste bien comprando éste o no?

—Que sí y que no, todo tiene pros y contras, ¿no?

—Pero crees que hicimos bien o no, ¿tú sola lo habrías comprado o no?

—No lo sé, de verdad. Pero ahora me gusta.

Se enciende otro cigarro y yo apoyo la cabeza sobre su pecho cálido y precioso, desde luego más cómodo que el de Pablo, aunque por lo menos él no fumaba.

—Y ¿el resto de la casa te parece bien? ¿O tampoco te gusta la mesa del comedor, ni las estanterías, ni la cama, ni nada?

Me está entrando una pena horrible y un poco de enfado también de tan pesado que se está poniendo Javier con los muebles y del sueño que empiezo a tener apoyada en él, con los pies sobre el sillón, fetal y borracha.

—Yo no he dicho que el sillón no me guste, Javier. El sillón me gusta.

—Pero no del todo. ¿Te gusta más o menos que el que dejamos en la tienda?

—Igual.

—Eso no puede ser.

Nos quedamos en silencio, el cuarto está oscuro y me estoy quedando dormida.

—Javier, me estoy quedando dormida...

Pero no me quedo tan dormida como para no darme cuenta de lo que hace Javier, que se enciende otro cigarro más, y que con cuidado me acaricia la cara y luego se levanta poniéndome un almohadón bajo la cabeza para que siga durmiendo. Noto que se levanta y oigo pasos que van de un lado a otro de la casa, pausados, meditabundos, que hacen crujir una barbaridad el suelo, amplificados por mi estado de duermevela, y que se paran un rato frente a la estantería donde conservo un marquito con una foto de Pablo. Por fin vuelve al sillón.

Me mueve para que me despierte un poco y yo lo más que consigo es dejarle sitio y volver a tumbarme sobre su inmenso pecho calentito.

—Oye.

—Mmmmm...

—Oye. Ya sé que nada es perfecto y que el otro sillón estaba bien, pero este sillón está guai, reconócelo.

—Claro que está guai, Javier.

Nos volvemos a quedar en silencio. Todo está en silencio. Vuelvo a dormirme un poco más, pero todavía le oigo hablar.

—Yo te gusto, ¿verdad?

Consigo levantar un brazo y posarle una mano cariñosísima sobre la cara.

—Claro.

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