Festín de amotinados (2000)

Un trato

Milagros García Guerrero

Para Elder



Viste el número de teléfono en el Segunda Mano. Un encogimiento en el estómago te trajo de nuevo todo el dolor. Cada vez que lo creías superado algo venía a perturbarte, a ponerte delante de las narices su ausencia, la muerte tan repentina que había sobrevenido truncándolo todo, dejando vuestro amor incompleto, estéril. Miraste una vez más secándote las lágrimas con las palmas de la mano. “91 5215923”. No había lugar a dudas. Ése era el teléfono de la casa de Pablo. Leiste el resto del anuncio. “Vendo piso en calle Gravina. 60 m2. Recién reformado. 20.000.000”.

Inmediatamente sentiste un rencor inmenso hacia aquella mujer, la mujer de Pablo. ¿Por qué quería vender el piso?, ¿por qué quería deshacerse de aquella casa que había sido el lugar donde Pablo preparó las oposiciones, la casa que había visto nacer a su hijo, que había sido el escenario de muchos de vuestros encuentros, mientras ella trabajaba “incansablemente”, como decía siempre Pablo; esa casa maldita que también lo había despedido para siempre?

No dudaste un momento, te sorbiste los mocos decidida, respiraste hondo y marcaste el número que sabías de memoria. Percibiste, en seguida, el tono melancólico y desganado del que le cuesta un tremendo esfuerzo hablar y, por un momento, creíste notar que ella también había llorado, quizás unos segundos antes de que tú llamaras, los mismos segundos en los que tú también estabas llorando. Algo parecido a la compasión te enmudeció y volviste a oír la pregunta, ahora, con un tono más enérgico.

—¿Sí?

—Hola. Estoy interesada en el piso del anuncio. ¿Me podrías dar algún detalle más?

Ella explicó la distribución de la casa que tú fuiste recorriendo mentalmente, recreándote en aquella vez que el deseo había sido tan fuerte que Pablo y tú os fuisteis desnudando poco a poco a lo largo de todo el piso, sin esperar a llegar al dormitorio, apoyándoos en las paredes para comeros a besos, en las puertas que se abrían forzadas por vuestro peso, derribando la lámpara halógena que os dio un susto de muerte. El pasillo largo, quitándole metros al piso, la cocina, a la derecha, el cuarto de baño con los perfumes de ella escrupulosamente ordenados, la habitación del niño, todo lo recordabas porque no hacía aún ni un mes desde que os vierais por última vez. Ella te explicó que el dormitorio de matrimonio era la habitación más grande. Notaste un ligero quebranto en su voz y tuviste que hacer un esfuerzo para no colgar, para no caer, de nuevo, en un ataque de tristeza. Seguiste haciéndole preguntas, deseabas saber por qué quería vender ese piso, por qué quería deshacerse de la casa en la que había vivido con Pablo. Ella, al final, empezó a confiar en tu voz y se fue relajando hasta contarte que la casa estaba llena de recuerdos que la destrozaban. Allá donde volvía la cabeza había algo que él compró en unas vacaciones, que el sillón tenía hundida la espuma de la derecha porque allí se sentaba siempre a ver la tele, que la alfombra estaba quemada de una vez que se quedó dormido y un cigarrillo se cayó y prendió la lana.

—Demasiados recuerdos. Nada me devolverá a mi marido y esta casa es una tortura para mí. Yo tengo que pensar en mi hijo y tengo que hacer un esfuerzo para superarlo. Siempre habíamos pensado en comprar una casa más grande. Creo que es el momento. Lo necesito. Necesito un cambio de aires.

Le dijiste que lo entendías, que tú habrías hecho lo mismo que ella, y entonces se te ocurrió una idea.

—Yo estoy pensando también en vender mi piso. Es demasiado grande para mí sola. A lo mejor te interesaría verlo.

Ella reaccionó interesada y empezó a preguntarte. Sabías desde el principio que el piso en el que ella y Pablo habían pensado para comprar se parecía mucho al piso que tú tenías. Pablo te lo había dicho muchas veces. “Me encanta tu piso. Me voy a comprar uno igual”. Adornaste las cosas intentando complacerla porque conocías sus gustos, sus más íntimas manías. “Mi mujer está obsesionada con el sol. Dice que el sol son vitaminas”. Insististe en que el piso era muy luminoso, que el sol entraba a todas horas tanto en invierno como en verano, que, además, había una terraza. Notabas que ella iba entusiasmándose con la idea a medida que tú captabas sus deseos. “Mi mujer es una maniática del espacio. Todo tiene que estar colocado, oculto en armarios, en estanterías”. Hiciste hincapié en que el piso tenía grandes armarios empotrados, un maletero que ocupaba parte del pasillo y que la cocina te la habían hecho a medida para que no se perdiera ni un centímetro. Finalmente ella insistió en verlo. Accediste.

Esperaste vuestro encuentro con nerviosismo, con tristeza también, como imaginaste que ella debió de recibir los objetos personales que le devolvió la policía metidos en una bolsa después del accidente. Cuando llegó, aunque no te sorprendió su aspecto porque habías visto muchas fotos suyas, su proximidad, el contacto de su mano cuando te saludó, el color de su ropa (no se había vestido de luto), todo hizo que, de repente, las cosas encajaran aunque con ello sintieras una bofetada. La dignidad de su dolor, su rostro cansado, nada impedía que vieras a una mujer hermosa, valiente, y algo en tu interior te obligó a pensar que estabas vencida, que siempre lo habías estado y que Pablo no habría dejado jamás a su mujer.

Procuraste agradarla en todo, hasta en cómo tomaba el café “siempre cortito de café”. El piso, le gustó desde el primer momento.

—Es justo la casa que le hubiera gustado a mi marido.

La conversación se hizo amigable, tú también te sentías muy sola, más sola que ella, al menos, ella tenía un hijo. Un hijo que tú no conocías y que sentiste que no llevara a la entrevista. Se disculpó diciendo que no quería inquietarlo más de lo que estaba. Lo comprendiste, comprendiste todo lo que dijo sobre su hijo, las preocupaciones que tenía sobre su futuro y, poco a poco, no te quedó más remedio que reconocer que aquella mujer te había seducido. Su sencillez, el autocontrol que ejercía sobre su dolor, todo lo que hacía era lo que te hubiera gustado hacer a ti. Finalmente le contaste cuál era tu idea.

—Si el piso me gusta cuando lo vea, le propongo un trato: intercambiémoslos.

Ella se sonrió y te dijo que tu piso valía mucho más que el suyo y que eso no sería justo. Inmediatamente después, le contaste el resto de la idea.

—Me das tu piso por el mío con todo lo que hay dentro, toallas, sábanas, objetos personales, todo, hasta las cosas más insignificantes. Lo que tengas en los cajones guardado no me interesa, pero lo que está a la vista, tus perfumes, las fotos, todo me lo tienes que entregar también.

Ella cambió de expresión y supiste, enseguida, que estaba dudando. Te acordaste, entonces, de lo que siempre había dicho Pablo de ella cuando la culpabilidad le asaltaba: “Mi mujer parece perfecta, pero estoy seguro de que también tiene un precio, como todos”.

—Piénselo. Su piso vale 20.000.000, pero éste vale el doble. Yo sólo le pido los objetos que estén a la vista. Las toallas y las sábanas, también la ropa de los armarios, los cacharros de la cocina, todo eso me lo deja, lo demás se lo lleva.

Entraste en la nueva casa con reverencia, sólo llevabas un juego de sábanas, unas sábanas manchadas de sangre del último encuentro con Pablo. Recordaste cómo las manchaste, cabalgabas sobre él descargando tu peso sobre las rodillas para no hacerle daño, las embestidas te desplazaban hacia delante y hacia atrás haciendo que tus rodillas se frotaran contra la sábana. Cuando acabasteis, viste que tenías dos heridas en las rodillas, dos quemaduras y que sobre la tela había difuminadas varias manchas de sangre. No te había dado tiempo a lavarlas y después del accidente las guardaste como el último recuerdo.

Miraste tu nueva cama, la cama que había sido de ellos, las fotos familiares sobre la mesilla, las lamparitas, el color de las cortinas. Pusiste las sábanas manchadas y te desnudaste. Luego arañaste tus rodillas hasta que la costra que cerraba y que se empeñaba en curar esas heridas se desprendió, al instante, brotaron unas gotas de sangre que tú extendiste por la sábana mientras te mordías los labios y llorabas, pensando que no querías que aquellas heridas se curaran nunca y que por fin tenías una familia.


Haz clic aquí para imprimir este relato

Ir al siguiente cuento

Volver al índice del libro