Festín de amotinados (2000) |
De paraguas y cuadros color burdeos |
Isabel Garro Hernández |
A mis padres, por ser tan
pacientes con mis cuentos. A mi abuela; mis tías; mi tío. A Cris. En la ciudad en la que vivo, como en muchas otras, las calles huelen a gente, a prisa, a miedo. Las esquinas esconden más que dos paredes, los parques encierran más que arena y, tras las personas, siempre se esconden seres solos y distintos. La primera vez que me di cuenta, viajaba distraída en el metro, enfrascada en la lectura de un libro. En aquel vagón, rodeada de gente a la que no conocía, sentí la mirada vigilante de aquellos viajeros fantasma que con rostro, pero sin identidad, llenaban el vacío hasta la asfixia. Recuerdo que, incómoda, levanté la cabeza en busca de alguna mirada conocida que me devolviera el sosiego. Allí, entre tantos viajeros, sentí la soledad urbana más viva y cierta que nunca. Me dirigía en un metro de la línea azul en dirección a Tribunal, la parada más cercana a mi casa. No tenía excesiva prisa pero, por alguna extraña razón, no había sido capaz de concentrarme en las páginas del libro que descansaba entre mis sudorosas manos: La sonrisa etrusca. Allí de pie, junto a la puerta, la impaciencia me hacía contar los minutos que transcurrían entre cada parada, analizar los abrigos de los que entraban en el vagón, sus gorros y paraguas; leer en sus caras el destino que les había deparado la vida. Tenía ganas de llegar a casa y darme un baño, quitarme aquel olor a humanidad que impregnaba mi cuerpo después de nueve horas detrás de una pantalla de ordenador. Perdone, ¿va a bajarse? No respondí. Me aparté intentando evitar ser arrollada por la masa. Después de aquellos años, ya me había aprendido el truco. En el centro de la puerta si vas a salir y si no en el lateral, para molestar lo más posible y no perder posiciones para la siguiente parada. Antes de que se cerraran las puertas, pude leer un anuncio que colgaba en la pared del andén que decía Si de verdad buscas pareja, llámanos. Intenté memorizar el número antes de que el metro cogiera velocidad. Por entonces yo vivía en Madrid. Me había salido un trabajo en un periódico de tirada reducida, y aunque el sueldo no era bueno me daba para comer y para el alquiler. Vivía sola, a veces incluso demasiado. La única compañía que algunos meses me permitía eran las típicas tortugas que compraba en el Rastro, metidas en una bolsa de plástico con agua. Al cabo de 30 días morían, lo tenía comprobado, pero al menos así me comunicaban que estaba a punto de llegarme la regla. Era lo único que decían. Y también lo último. Lo que más echaba de menos era la seguridad de vivir en mi pueblo, la cercanía de los de siempre, el convencimiento de que eres alguien entre tres mil habitantes. Aunque al final no seguí los pasos de mi padre, en Belmonte siempre sería la hija del médico y aquello tenía más peso que la mejor de las realezas. Perdone, ¿va a salir? Sí respondí con fuerza antes de que me quitaran de un empujón mi posición de ventaja. Cuando se abrieron las puertas salí del vagón de forma autómata, impulsada por el afán de llegar la primera a las escaleras mecánicas. Me deslicé entre la multitud, esquivando las axilas malolientes de los que utilizaban la técnica del codazo. Cuando llegué al último tramo de escaleras, el violinista, en la misma esquina de siempre. De sus manos salían las notas de la sonata Kreutzer que aceleraban el paso de los viajeros. A pesar de su belleza, el ritmo presto estaba provocando que la recaudación no cubriera el fondo de la boina de cuadros que tenía colocada en el suelo. Y al llegar a la calle luz, y también lluvia. Esquivando a los que cruzaban en ese momento el semáforo en sentido contrario, intenté escabullirme entre sus cuerpos con la sensación de que, de esa forma, conseguiría mojarme menos. Llovía a cántaros y una vez más los del tiempo habían pronosticado sol y temperaturas primaverales. Desde la mitad de la calle, miré el reloj-termómetro de la esquina; marcaba en esos momentos seis grados. Perdone, ¿tiene hora? la voz provenía de enfrente. Aturdida y sin sacar la cabeza de la seguridad que me proporcionaban las solapas de mi abrigo, tanteé mi muñeca en busca del reloj de pulsera que había comprado en el Rastro. Intenté quitarme las gotas de lluvia que resbalaban por mis cejas produciéndome un molesto cosquilleo. Los coches empezaban a pisar el acelerador al son de la intermitencia del semáforo. Sentí la prisa en el estómago. Cuando iba a responder negativamente a tan inoportuna pregunta, volví a fijar mi vista en el termómetro que estaba en la esquina de la calle, justo detrás de la cabeza del caballero de pelo oscuro. Alternativamente, dirigí una rápida mirada a los números del reloj y a aquel joven que me impedía el paso. Su cara me resultó tremendamente familiar. Al desenfocar de nuevo su cara, los números del termómetro aparecieron más claros que antes. Las ocho en punto. Y hay seis grados de temperatura, ¡casi aciertan los del tiempo! balbuceé mirando de manera inquisitiva a aquel rostro tan conocido. De pronto escuché un pitido que me sacó de mi encantamiento. Sin esperar a distinguir la respuesta de aquel apuesto joven entre el coro de cláxones, reanudé mis pasos en busca de la prometida seguridad de la acera. Ya en el otro lado, con los pies metidos en lo que comenzaba a ser un charco, me volví para fijar de nuevo la imagen de aquel hombre en mi retina. Sin embargo, al otro lado de la calle ya no había nadie. Cuando volví a girar la vista eran las ocho y un minuto. Me chorreaba el pelo sin parar y notaba el agua deslizándose por mi cara en un mar de pintura barata. Saqué los pies del charco y me dispuse a elucubrar, como siempre hacía, las fantasiosas historias para aquella semana. Utilizaría el extraño acontecimiento que acababa de tener como fuente, y de ahí saldrían variaciones de la realidad como podrían ser la de El misterioso caballero de la hora, o la de El caballero que me invita a cenar, la de El joven que me acompaña hasta casa, y por la noche, las historias eróticas que amenizarían mis veladas. ¿Está sola? preguntó la voz a mi espalda. Quizás podría invitarla a un café en una tarde de perros como esta. O si no al menos acepte resguardarse bajo mi paraguas. El joven de pelo oscuro extendió su paraguas de cuadros burdeos sobre mi cabeza, cubriéndonos con la tela. Noté el olor de su desodorante entremezclado con la humedad y sentí un estremecimiento familiar en el estómago. Durante otro par de segundos permanecí allí, disfrutando de la escena de película que la calle Fuencarral me brindaba. Cedí a la necesidad de vender mi soledad, mi monotonía, por unos momentos de estrellato. Me dejé arropar por la lentitud y la sencillez de aquel momento, enmarcado por aquellos cuadros color burdeos. Gracias, aceptaré encantada. No sé si fue la lluvia, el olor a desodorante caro o aquel atisbo de familiaridad en su cara, pero después de tres cafés y cinco copas, invité a aquel desconocido a conocer mi casa. Quizá si no hubiéramos descubierto su parentesco con la panadera de Belmonte, no habría cedido a su encanto. De no haber sentido aquella seguridad con su presencia, probablemente hoy no recordaría aquellos cuadros burdeos con tanta claridad. A la mañana siguiente me desperté sobresaltada por un ruido. La puerta de la entrada retumbó al cerrarse e instintivamente dirigí una mirada al otro lado de la almohada. La cama parecía más vacía que nunca y las grietas de las paredes se habían tragado el sosiego de los cuadros burdeos. Deslicé mi mano sobre las sábanas en busca de algún resto de las horas pasadas, pero el despertador comenzó a sonar sacándome de mi ensueño. Eran las ocho y debía darme prisa si no quería llegar tarde a la redacción. Durante las siguientes semanas, cada tarde a la vuelta del trabajo, cruzaba el mismo semáforo de la calle Fuencarral con la cabeza bien descubierta en busca de aquel joven de pelo oscuro. Conforme avanzaba el mes de abril el termómetro fue marcando temperaturas más altas, pero el reloj casi siempre daba las ocho cuando cruzaba aquella esquina. Los días de tormenta me escabullía entre la gente intentando oler tras los cuadros de sus paraguas un desodorante que predominara sobre el olor a sudor y a humedad. Uno de los últimos domingos de aquel húmedo mes primaveral paseaba por mi casa en busca de la comida de las tortugas cuando me fijé en aquel caparazón color oscuro que flotaba inerte en la superficie del agua. Me acerqué al tupper que utilizaba a modo de pecera para observar la escena más de cerca. Una vez más, los pronósticos se habían cumplido. La última tortuga que había comprado en el puesto de animales del rastro, nadaba ahora sin vida sobre su caparazón abandonándome como las otras veces en mi soledad. Al meter la mano para retirar el esqueleto, una idea fugaz cruzó mi mente. Había pasado más de un mes desde aquello. Dirigí una mirada al calendario para confirmar que la tortuga debía de llevar más de tres días muerta. Después, con el convencimiento de lo evidente, me di cuenta de que no sólo las paredes estaban carentes de color aquella mañana. Aquel animal muerto me anunciaba que dentro de nueve meses ya no tendría que comprar más tortugas en el Rastro para llenar mi vida. |
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