Festín de amotinados (2000) |
Visillos blancos |
Elena Gómez Aguilar |
¡Qué guapa estás en esta foto! Pareces tú la novia y no yo. No protestes, siempre me he sentido orgullosa de ti. Ángela, ¿te acuerdas de aquel día? Cuántas flores y cuánto arroz, y eso que fue una boda precipitada. Muy poco antes, ni yo misma me hubiera imaginado que iba a dar el sí ante el altar vestida de blanco.
Tú sabes lo enamorada que estaba de tu hermano, y quería tener ese hijo, a pesar de que tanto Miguel como yo aún estábamos en el instituto. Durante muchas noches no había dormido pensando en la manera de decírselo a mi madre. Siempre fui su niña. Imagínate qué golpe sería para ella mi declaración. El día que reuní el valor para decirle que estaba embarazada sentí como si me hubiera quitado un fardo de encima. Ahora recuerdo la expresión de su cara cuando me dijo que no me casara, que ella podría criarlo si yo insistía en tenerlo, pero no quise ni oírla. Acuérdate de lo romántica que era yo entonces. Me creía que casarse era tener una casita con visillos blancos y sol en las ventanas, igual que ésta. Me veía esperando a mi marido con mi niño en brazos. Me criaron como a una flor de invernadero y crecí sin saber nada del mundo. No te rías, Ángela, hasta tú me has llamado ingenua más de una vez. Fui madre y esposa por casualidad, no por rebeldía. Quería sentirme mujer y me salté las normas, pero tú sabes que Miguel no me acompañó, crecimos en direcciones opuestas y tuve que aprender sola lo que significa hacerse mayor. Sólo a ti podía recurrir entonces porque no quería cargar a mi madre con mis problemas. Si hubiera tenido una hermana no me habría comprendido tan bien como tú. Cuando Miguel se puso a trabajar en aquel bingo tuve como un mal presagio y ¡mira si acerté!... Llegaba de madrugada o ya bien amanecido. Sí, ya sé que trabajaba de noche, pero no hasta tan tarde. Muy pocas veces llegó nada más cerrar. Después se pasaba el día durmiendo y si algún ruido lo despertaba, empezaba a insultarme y yo aguantaba porque lo quería. Siempre traté de justificar su mal carácter. El amor es así de ciego... y aunque ya intuía que nuestra relación estaba agonizando, me negaba a aceptar que nunca tendría la casita de visillos blancos y sol en las ventanas. ¿Te acuerdas de que yo nunca ponía la radio ni la televisión hasta que él no se levantaba? Me acostumbré a hablar en susurros para no despertarlo, igual que estoy haciendo ahora, sin darme cuenta de que él no está en el cuarto de al lado. Ángela, tú sabes cómo es Miguel, le has oído contar historias fantásticas. A veces le gustaba hacer castillos en el aire planeando nuestro futuro, y eso me hacía recobrar la ilusión, pero otras, la mayoría, me apartaba de su lado sin miramientos y me culpaba de todas sus desgracias. ¡Cómo si él fuera el único infeliz!... Entonces yo veía una cortina negra delante de mis ojos y me iba corriendo hacia la cuna de mi niño y lo apretaba muy fuerte contra mí. Él era el único que me hacía volver a ver la luz, pero cuando creció se me acabó ese consuelo, porque se daba cuenta de mi tristeza y me preguntaba muchas cosas a las que yo no podía ni quería responder. Casi las mismas cosas que preguntaba mi madre, que siempre andaba preocupada por estas ojeras que ningún maquillaje puede disimular. Aún no sé por qué tu hermano se casó conmigo. Siempre me ha echado en cara que tuvo que dejar los estudios por mi culpa y lo decía tan seguro que hasta yo me lo creía. Sólo ahora, después de tanto tiempo, me he dado cuenta de que él habría sido un don nadie conmigo y sin mí. Ya entiendo por qué mi madre no quería que me casara y que incluso tú me decías que esperásemos un poco. Aprender todo eso me ha costado 15 años. Son demasiados para no haber comprendido. Tenía razón al sentirme como una estúpida. No, no trates de consolarme, yo tampoco sabía hacer nada, si espabilé fue porque no me quedó más remedio. Mi gran suerte es que podía venir a esta casa, desahogarme contigo porque eras la única que me entendía, incluso te ponías de mi parte y le reprochabas a tu hermano su actitud. Eso nunca te lo podré pagar, siempre has sido y serás mi mejor amiga, mi hermana querida, aunque ya no vuelva nunca por esta ciudad. Ahora que mi madre ya no está, puedo irme sin remordimientos. Ya ves que por fin te hago caso. Mi hijo y yo podemos volver a empezar, lejos de Miguel, como tú misma me has dicho mil veces. Tenemos derecho a ser felices y creo que yo me he ganado el poder vivir tranquila por fin. ¿Por qué habré pasado tanto tiempo buscando pretextos para no irme de casa? Si no fuera por lo que ha pasado, aún seguiría allí, pero tarde o temprano tenía que acabar esta situación. Supongo que no era la primera vez que mi hijo escuchaba los insultos, las amenazas, pero esta vez vio cómo me golpeaba. No te asombres, Ángela, me ha pegado otras veces. Yo casi me había acostumbrado porque cuando se le pasaba el arrebato, podía ser cariñoso conmigo y ya sabes cómo son los sentimientos, aún le quiero, a pesar de todo, pero el niño no aguantó más y se enfrentó a él. Me entró pánico cuando vi la expresión de sus ojos, el odio con que empujó a su padre y la voz ronca con la que le ordenó, con más valentía y fortaleza de la que yo nunca tendré, que nos dejara en paz y que se fuera cuanto antes de casa. Miguel se quedó paralizado por la sorpresa y tardó un poco en reaccionar, pero cuando se dio cuenta de todo, lo cogió por los hombros y le dio un bofetón que me dolió más que todas sus humillaciones juntas. Sólo entonces mi hijo volvió a ser un niño y salió llorando hacia su cuarto. Una madre no puede consentir que su hijo se haga mayor odiando a su padre, y ahora me doy cuenta del daño que le hemos hecho. Ha tenido que crecer más deprisa que los chicos de su edad. Por eso me decidí, pensé que Miguel no se iría nunca, pero que tampoco nosotros podíamos quedarnos. Esperé impaciente a que se fuera a trabajar para coger todas nuestras cosas y salir corriendo. Esta vez he venido para despedirme de ti, para decirte que sólo tú sabrás de nuestro paradero, y aunque sé que no lo harás, no me quedo tranquila si no te advierto que nunca debes decirle a tu hermano dónde estaremos. No llores y dame un beso, pronto nos veremos, en cuanto tenga mi casita de visillos blancos, donde mi hijo pueda ver salir el sol desde su ventana. |
Haz clic aquí para imprimir este relato
|