Festín de amotinados (2000)

Llegar a esto

Mª Sol Gómez Arteaga

A mi madre
que espera


Paula coge la maleta que hasta hace unos segundos descansaba en el altillo del trastero. Tiene prisa. Su vuelo sale a las doce de la mañana y son ya las diez. Aún le falta llenar la maleta con la ropa que tiene encima de la cama. Pero la escalera metálica en la que está subida se tambalea y ella acaba en el suelo, encajada entre la pared y la escalera.

Al principio no siente nada, desconcierto acaso. Luego un intenso dolor en la pierna derecha. Se deshace como puede de la escalera y arrastrando la pierna dolorida llega al dormitorio y coge su móvil. Marca el 061. Espera.


El nombre completo de Antonio es Antonio Rodríguez Díaz, nacido el 17 de noviembre de 1945 en Losar de la Vera, provincia de Cáceres, hijo de Antonio y Elisea, con domicilio en la calle Leganitos, 3, bajo A, de Madrid. Pero eso sólo lo sabe él (que no siempre quiere dar su identidad o está en condiciones de hacerlo) y la policía si, llegado el caso, investiga en sus archivos. El asunto es que Antonio no lleva maldito papel que lo identifique y el policía que tiene frente a él, tras la mesa metálica sobre la que toma notas, no parece que tenga ganas de buscar nada.

El despacho es oscuro, las pequeñas ventanas enrejadas apenas dejan pasar unos tenues rayos de luz.

Le ha agredido, dice Antonio, un tipo con el que se ha chocado por la calle. Ve, dice señalando el pómulo derecho, que está ensangrentado e hinchado, me ha dado un puñetazo aquí. El muy cabrón debió creer que le iba a atracar, ya ve usted.

Antonio calla y el policía mira la hora. Después de pulsar impaciente el bolígrafo sobre la mesa le dice que ve pocas posibilidades al caso ya que no se conoce al agresor; le dice que vaya al hospital para que le hagan un parte de lesiones; le dice que no, que ellos no le pueden llevar pues todos los patrullas están ocupados, y que mire a ver si él tiene a alguien que le acompañe. Eso le dice.

Pero Antonio está solo. De sus padres y hermanos, seis en total, que quedaron en el pueblo, no sabe nada. Ni siquiera sabe que su padre ha muerto. Antonio perdió su empleo tras hurtar varias cajas de herramientas del almacén donde trabajaba y desde entonces no ha vuelto a encontrar otro, de eso ya once años. Pasaba la mayor parte del tiempo en la calle, hasta que un día dejó de ir por su casa y no lo ha vuelto a hacer más. Ya no vive en el nº 3 de Leganitos, sino bajo la abrigada del cine Maravillas, en Carabanchel, un viejo cine que ya no funciona, entre cartones, mantas y tetrabriks de vino.

En los últimos tiempos Antonio, con el rostro pintado de blanco, dos rosetones a la altura de las mejillas y un viejo esmokin con los hombros adornados con pétalos de flores, se coloca a la salida del Corte Inglés de Goya en espera de que le caigan unas monedas. Si el día se da bien, duerme entre sábanas de dudosa blancura en la pensión Flora y puede tomarse una ducha, pagando un suplemento de cien pesetas. Pero de esos días hay pocos. Casi siempre, al oscurecido, coge el autobús que le lleva al cine Maravillas, aquí, Antonio sabe que nunca ha tenido que pelear el sitio. De vez en cuando se le acerca un perro, compendio de todas las razas, y duermen juntos. Luego cada uno por su lado, que Antonio no quiere tener responsabilidades. Pero el perro le da calor y él, a cambio, le acaricia el lomo y le habla, y cuando no, Antonio, Antonio Rodríguez Díaz, en los últimos tiempos, habla solo.


Paula, sentada en una silla de ruedas con la pierna escayolada y en alto, mira a otros enfermos, sentados en grises sillones de skay. Algunos tienen el suero puesto. A estas horas, piensa con impotencia, el vuelo con destino a Bruselas estará despegando. Ve a Marta, su hija, que se abalanza hacia la silla de ruedas:

—¿Qué te ha pasado?

—Mira—dice Paula mostrando la pierna—. Los médicos me han dicho que es fractura de tibia y que tengo, por lo menos, para dos meses. Acaban de ponerme una inyección para calmar los dolores. Es un dolor de los demonios.

El rostro pálido de su hija le recuerda la fobia que ésta siente por los hospitales.

—Venga, vámonos, que el ambiente es irrespirable.

Marta coge con ambas manos los manillares de la silla y la conduce por el estrecho pasillo hacia la salida. Se choca con un médico y al dirigir la silla hacia un lado empuja a un hombre que cae al suelo.

La mirada del hombre se cruza unos segundos con la de Paula que está unos palmos por encima de él. Se da cuenta de que es un mendigo. Lleva una venda inmaculada en el pómulo, que contrasta con su cara sucia, como de pintura reseca. Sus hombros están cubiertos por pétalos de flores. El hombre se levanta sin decir nada y con paso vacilante alcanza la puerta que se abre automáticamente a su paso, perdiéndose en la calle.

Paula oye que una enfermera en el mostrador de entrada se queja en voz alta de que esto no puede ser, que no es un albergue, que ese borracho está todos los días en el hospital. Paula sólo dice:

—¡Qué pena! ¿Verdad, hija? ¿Cómo puede la gente llegar a esto?


Hace quince días que Paula se cayó de la escalera y desde entonces muchas cosas han cambiado o, al menos, la forma para ella de verlas. Apenas sale de casa y se pasa las horas muertas mirando por la ventana. Como hace ahora. Se ha negado a que su hija, que hasta hace ocho meses vivía con ella, volviera de nuevo a casa para cuidarla. Ha despedido temporalmente a la asistenta sin importarle que es en estos momentos cuando más la necesita. Los platos con restos de comida de varios días reposan en la encimera de la cocina, las pelusas se multiplican debajo de la cama y las voces grabadas en el contestador se superponen esperando respuesta.

Paula mientras tanto recupera un tipo de felicidad que había olvidado. Los tintes de dejadez de sus cosas son el contrapunto del orden que durante diez años ha marcado cada uno de sus actos.

Hace cinco días Paula llamó a su jefe para contarle lo de la caída:

—Nos has jodido, Paula. ¿Cómo no has avisado para enviar a alguien en tu lugar?

Y entonces el dolor punzante que sentía en la pierna se le instaló en el estómago. Paula no puede entender, por más vueltas que le da, la reacción glacial de su jefe, la falta de tacto. Sabe, cómo no, la importancia que para la empresa tenía su viaje a Bruselas. No en vano ha hecho del trabajo su vida durante los diez últimos años precipitando una ruptura en su matrimonio que, de eso está segura, más tarde o temprano se hubiera producido lo mismo.

—A la mierda —se dice mientras se incorpora, como para espantar los pensamientos que la rondan. Se acerca cojeando al mueble-bar y saca una botella. Es un Vega Sicilia reserva del 82. Le dan ganas de abrirla pero no lo hace, preferiría compartirla con alguien. El caso es que no espera visitas. Mira a través de la ventana cómo las nubes se tornan moradas y ve como el circular se detiene en la parada que hay frente a su casa. Entonces se fija en el mendigo que está dentro del autobús, lo reconoce por la chaqueta con los hombros adornados por pétalos de flores. El conductor le dice algo y él contesta. Parece que discuten. Al descender por las escaleras el hombre tiene el rostro más triste que viera, tanto que a Paula le parece que los pétalos de sus hombros se fueran a marchitar. Coge la botella. Abre la ventana. Grita:

—Eh, oiga.


Antonio al bajar del autobús sigue pensando en la discusión con el conductor por no llevar billete. A la primera parada le ha echado sin contemplaciones y además se ha burlado de su disfraz; le ha dicho que parece un ramo de flores, pero mustio.

Le distrae de sus pensamientos una voz que viene de arriba. Asomada en la ventana de un segundo piso ve a una mujer que vocea y mueve algo en la mano. Le grita a él, sí, ahora está seguro, y lo que tiene en la mano es una botella. Que suba, que le abrirá la puerta del portal, le dice.

Nunca le había pasado algo así. Movido como por un imán se acerca al portal y al empujar la puerta ésta se abre.

Cuando se encuentra frente a la mujer, ella dice:

—Hace quince días nos chocamos en el hospital. ¿Se acuerda?

Antonio hace memoria pero no se acuerda. Paula le invita a tomar un vino especial. Él acepta. Antes de llegar al salón, desde el pasillo, ve la cocina revuelta y eso le hace sentir menos intimidado.

Paula abre la botella y el líquido discurre en dos copas labradas. El hombre lo apura de un trago, tiene un sabor que él nunca soñó y pregunta si puede servirse otra copa.

Paula hace un gesto afirmativo con la cabeza y ella también se sirve. Animada por el vino y un extraño calor como de calidez humana, pregunta:

—¿Cómo ha llegado usted a esto?...

Él permanece un momento en silencio.

—Verá... —dice. Luego continúa.

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