Festín de amotinados (2000)

Con historia y sin medida

 Adriana Apud

A Carina, por la complicidad de la escritura

Primero está la soledad.

En las entrañas y en el centro del alma:

Ésta es la esencia, el dato básico, la única certeza...

Darío Jaramillo A.

Llegar a Barcelona siempre me ha provocado emociones, no sé si el Mediterráneo es el culpable o mi incontrolable nostalgia que nunca me abandona.

Iba decidida a buscarlo por donde fuera necesario, no podía vivir sin este encuentro, sumergida entre los recuerdos que duelen y el temblor de mis sueños. Necesitaba verlo, saber si seguía siendo mi prehistoria, mi existencia y mi pretexto de vida.

Después de 12 horas de vuelo, al fin estaba ahí en mi querida Barcelona, ese espacio terrenal donde alguna vez fui tan feliz.

Recogí mi pequeña maleta, siempre era fácil reconocerla en la banda del equipaje. Era la vieja, maltratada y descolorida, aquella que junto a mí había trotado por tantos mundos.

Le pedí al taxi que me dejara en Plaza Cataluña y decidí bajar andando por Las Ramblas. Llegué a Carrer de Sant Pau para internarme en el Raval. En ese momento todo se movió en mí, comenzaba el viaje de mi interior a mi exterior, que me llevaba a caer en la misma trampa de hace años: Esteban.

Habían bastado nueve años para que cambiase tanto este barrio, las pequeñas callecitas están ahora llenas de locutorios, donde árabes, chinos y sudamericanos se conectan al auricular para amortiguar la distancia. Supermercados con letreros en árabe. Cuántos olores, cuántos colores que empezaban a llenar mi vacío. Pasé por la calle de las prostitutas. Ahora las veía más viejas y más feas.

Encontré el piso de María y la llave estaba bajo la convencional alfombra de la entrada. Me había dejado la nevera llena. Ella no iba a regresar hasta al cabo de una semana.

Después de instalarme, lo primero que hice fue dirigirme a la editorial para ver si alguno de sus antiguos colegas me podía dar sus datos y como la lógica a veces funciona, así fue: Me dieron su dirección y su número de móvil. Llamarlo sería muy fuerte, no sabría qué decir, así que decidí buscarlo en su casa.

Al encontrar el número de la calle el corazón no paraba de latirme de una manera tan acelerada que creí que explotaría. No llamaría. Esperaría a verlo salir y lo seguiría. Eso sería lo mejor.

Empezaba a desesperarme. Qué manera tan estúpida de querer encontrar a alguien. Tal vez estaría de viaje o saldría con su nueva mujer, yo qué sé.

Al fin sucedió lo esperado: Salía del portón. Qué viejo se había puesto, no podía ser él, mi querido Esteban. Ese viejo, solo como siempre, con mirada triste y caminar tan lerdo. Pero sí era él.

Entró al bar de frente al metro, se sentó en la barra, pidió su tradicional cortado y abrió el diario. Me coloqué junto a él. No se inmutaba. Le toqué el hombro y lo único que pude decir fue un simple: Hola, Esteban.

La transformación de su cara en cuanto me vio fue indescriptible. Enmudecimos, y él sólo pudo articular tres palabras: ¿Qué haces aquí? No sé si pasaron minutos o fueron horas; hablamos tantas tonterías. Yo sólo escuchaba su voz como un eco en la lejanía. Decidí coger una de sus manos y no temblé más. El contacto con su piel ya no me calcinaba. Mi postura de la que ama quedó ahí.

¿Cómo era posible que estar ahí ya no lo justificara todo, que ya no hubiera agonía? En dos segundos fue como si me viniera una revelación y me cuestionaba si era posible no sentir más. ¿Cómo puede uno atarse tantos años a la intensidad de un recuerdo? ¿Cómo engañar al propio corazón, aferrarse a un pasado para evadir la más cruel de las soledades?

Terminamos el café y no había más que decir. Nos despedimos. Besó mi mano como lo hizo desde el primer día, y le dije que le llamaría al día siguiente. ¿Será que ahora soy libre? Lo recuperado ahora era perdido. Había soñado tanto con este encuentro que ahora era un espejismo, un vacío de él. Ahora estaba llena de mí, no más búsqueda, no más miradas atrás.

Yo, sin límites. Yo, en lo profundo de mi ser; yo riendo; yo bailando sola, escuchando mi respiración.

Caminé hacia la Barceloneta y a distancia mis ojos se encontraron con el mar. No había más. Era simple. Me perdí, como se perdió mi risa entre el horizonte.

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